El imperio –libre y voluntario en el hombre- de la ley eterna. – Apartado 2 – CAPÍTULO II – TESIS EN DERECHO – HAYEK Y LA ESCUELA DE SALAMANCA

JUSTICIA Y ECONOMÍA. HAYEK Y LA ESCUELA DE SALAMANCA

CAPÍTULO II

LEY, JUSTICIA, LEY NATURAL

 Apartado 2

El imperio –libre y voluntario en el hombre- de la ley eterna.

No nos podemos sustraer al hecho –lo contrario sería un error y faltaríamos a la verdad- de que nuestros autores del siglo XVI tenían un sentido global intelectual en sus planteamientos y en sus razonamientos, por lo que -continuamente y lógicamente- estaba en ellos,  de alguna forma, siempre presente Dios. Con todas sus consecuencias.

También en sintonía con el Aquinate, estaban convencidos de la existencia de Dios y de que ésta era demostrable y alcanzable con la fuerza de la inteligencia humana sin necesidad de la fe [1],

por lo que  actuaban, razonaban  y escribían coherentemente en tal sentido. Por ello no se podían sustraer a explicar y afirmar la existencia de la Ley eterna[2] Universal de la que proceden todas las demás leyes.

Así, tanto Soto como  Vitoria enseñaban que toda ley es consecuencia y se deriva de la ley eterna:

Dice el Sabio (Proverb.8) de la ley eterna, que es la sabiduría de Dios. Dios me poseyó desde el principio de sus caminos: desde el principio antes de que crease cosa alguna; desde la eternidad fui ordenada. Y más abajo: Cuando ponía ley a las aguas, con él estaba yo concretándolo todo. Porque las artes inferiores se subordinan a las superiores, como, por ejemplo, el arte de hacer frenos, al militar; ahora bien, Dios es el sumo legislador; luego las demás leyes…, etc[3]. La ley no es otra cosa que un dictamen práctico que Dios tiene desde la eternidad. Toda ley es eterna en Dios, pero no en nosotros. Aunque la ley y la regla estén propiamente en Dios, como en el legislador, la noticia que nos llega a nosotros como efecto de la regla divina se llama también regla y ley. El juicio que tenemos y la noticia por la que yo conozco que tengo que hacer tal cosa, no obligan por sí mismos, sino en cuanto se derivan de la ley eterna[4]. Toda ley universalmente, fuera de la eterna, se deriva de esta porque contiene alguna parte de justicia.[5]

 Y ya con razonamientos más extensos donde se observa la sintonía con el Aquinate, Soto explica que

 hay un orden entre las causas de tal manera dispuesto, que las inferiores no muevan sino que sean movidas por virtud de las superiores. De donde (como dice Aristóteles, 8. Physic.) es necesario admitir un primer motor, del cual dependan todos los inferiores. Porque, si el primero no mueve, en manera alguna podrían mover los otros. El mismo orden pone (1. Ethicor.) también entre las artes. Pues aquélla, que es más arquitectónica, manda sobre las otras como príncipe; así, en las leyes porque el mundo se gobierna, se ha de buscar y confesar el mismo orden. A saber, que entre todas haya una suprema, la cual sea su cabeza y origen. A esta llamamos (como así es) eterna.

 Y si preguntáis si precisamente por eso se llama eterna, porque ni tuvo principio ni ha de tener fin, respóndese que no por eso solamente, sino mas bien porque no se muda por nada ni está sujeta a variedad alguna, sino que así como en las cosas naturales el primer motor, que es inmutable, es causa de los movimientos muy distantes de él, así la ley eterna, permaneciendo estable, es causa de que se muden las leyes de los mortales según su condición variable. Pues, siendo ella uniforme y enteramente una, mandó que estando la naturaleza íntegra, todas las cosas fuesen comunes; pero, en corrompiéndose, que se repartiesen entre diversos señores.[6]

Para entender plenamente a estos autores –como a la mayoría del siglo XVI español- es preciso tener en cuenta que la concepción cristiana del mundo supuso un cambio radical y una superación de aquellos ya importantísimos hitos que se produjeron en el clasicismo griego y grecorromano. Tanto en la historia de la filosofía como en la del derecho, la política o la expresión artística, la cristalización y consolidación del cristianismo como religión hegemónica en el mundo grecorromano –que era entonces la vanguardia en todos los ámbitos de la ciencia y la cultura- supuso una explosión pacífica ascendente que repercutió singularmente sobre las distintas manifestaciones que se fueron entretejiendo en la historia posterior de Europa y del resto del mundo. El derecho y la economía no podían dejar de ser impregnadas por aquella ola de nuevas ideas y actitudes que lo trastocaban todo. Si, históricamente, el mismo Dios se había hecho hombre[7]  en carne de mujer virgen, todo quedaba, lógicamente, asumido y elevado a lo sobrenatural. El hombre en la nueva realidad cristiana y cristianizante deja de considerarse el centro de la realidad y se somete libremente –sometiendo a su vez todo lo demás- a la centralidad de Dios. Lo natural en todos los órdenes es asumido por lo sobrenatural y el antropomorfismo es incorporado y reexaltado con nuevas perspectivas por el teocentrismo. La ley eterna, en Dios y desde Dios, regía toda la Creación y nada quedaba sustraído a su imperio:

 Y el hombre, en la plenitud de aquel cosmos creado ocupaba un lugar privilegiado y en libertad[8]:

 Como el mismo Dios es el autor de la naturaleza, dotó a cada una de las cosas de sus instintos y estímulos, por los cuales fuesen arrastradas a sus fines, pero especialmente al hombre le imprimió en la mente una norma natural, por la cual se gobernase según la razón, que le es natural, y ésta es la ley natural, es decir, de aquellos principios, que, sin discurso, por luz natural son conocidos de suyo, como haz a los demás lo que quieras que te hagan, y otras semejantes. Además, da al mismo hombre facultad para que, según  la condición de los tiempos, lugares u negocios, raciocinando con la ley natural, establezca otras que juzgue convenir, las cuales por su autor se llaman humanas. Mas como no hemos sido criados solamente para el fin natural, que es el estado de la república pacifico y tranquilo, para el cual fin bastarían las predichas leyes, sino también para la felicidad sobrenatural de lo creado, puso Dios en nosotros, además, otra ley sobrenatural, a saber, tanto la antigua como la nueva; la que nos condujese a ese fin sobrenatural. Y ésta es la ley divina.[9]

[1]          En la tan conocida argumentación de Santo Tomás de Aquino se dice:
 La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías.
La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v. gr., el fuego hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto, y así lo mueve y lo cambia. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir al infinito, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.
La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos, ni es posible, que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar al infinito la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas; y ésta, causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase al infinito la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causas eficientes intermedias, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera,a la que todos llaman Dios
 La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario, y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie infinita de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.
 La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice que es más caliente lo que se aproxima más a lo máximamente caliente. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
 La quinta vía se toma del gobierno de las cosas. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, y a éste llamamos Dios. Tomás de Aquino, Summa Theologica. I q 2 art.3
[2]   Toda ley universalmente, fuera de la eterna, se deriva de esta porque contiene alguna parte de justicia, Domingo de Soto, Tratado de la Justicia y el Derecho. Madrid, Editorial Reus S.A., 1922. Tomo I, p. 65.
[3]    Francisco de Vitoria, Op. Cit. p. 27.
[4]    Ibid.  p. 17.
[5]    Domingo de Soto, Op. Cit.  T. I, p. 65.
 [6]    Domingo  de Soto, Tratado de la justicia y el derecho, T. I, Madrid, Editorial Reus, S.A. 1922. p  66.
 [7]   Puesto que el principal intento de la doctrina sagrada es el de dar a conocer a Dios, y no sólo como es en sí mismo, sino también en cuanto es principio y fin de todas las cosas, y especialmente de la criatura racional, según hemos dicho, en la empresa de exponer esta doctrina trataremos primeramente de Dios, después del movimiento de la criatura racional hacia Dios, y en tercer lugar, de Cristo, que, en cuanto hombre, es nuestro camino para ir a Dios.
 El tratado de Dios se dividirá en tres partes. Trataremos en la primera de lo que atañe a la esencia divina; en la segunda, de lo que se refiere a la distinción de personas, y en la tercera, de lo relativo a cómo proceden de Dios las criaturas.
 En lo referente a la esencia divina se ha de tratar, primero, si Dios existe; segundo, cómo es, o mejor, cómo no es; tercero, de lo relativo a sus operaciones, a saber, de su ciencia, de su voluntad y de su poder. Tomás de Aquino, Suma theológica, primera parte, cuest. 2, artíc. 1-3
[8]   Dado seamos de libre albedrío natural, estamos más cautivos de lo que pensamos. No porque se nos quite nuestra libertad, y voluntad, sino porque según después del pecado, es suelta, es menester voluntariamente cautivarla, y atarla a muchas maromas, que son estas leyes. Que nos enseñan no solamente lo que hemos de hacer, sino aun lo que hemos de querer. Y estamos obligados a guardarlas todas, y ponerlas en ejecución en nuestros contratos, negociando, no según deseamos y apetecemos: sino según ellas nos mostraren y mandaren. Tomás de Mercado, Suma Tratos y Contratos. Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 119
[9]   Soto, Op. Cit.  T. I, p. 59.

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