2. Leer teatro – Por qué leer – Rafael Gómez Pérez

SEGUNDA PARTE

2. Leer teatro

         Después de la poesía, lo primero que descubrió el hombre fue el teatro, casi siempre lleno también él de poesía. El teatro, antes que para leer, es para ver, porque es una representación que requiere una actuación. No bastan las palabras; tienen que ser dichas, pronunciadas. En el teatro cuenta mucho, además de una buena actuación, una buena producción: escenario, decorados, luces, vestidos. Antes de que se dijera del cine que es “una fábrica de sueños” lo era el teatro.

         A falta de la representación, también es bueno leer teatro. Por suerte, en Occidente, contamos con una mina de teatro  procedente del mundo griego: tanto la tragedia como la comedia. Los trágicos: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Esquilo más sobrio, más esquemático. Léase de él, por ejemplo, La Orestíada, una trilogía en la que  ya está toda la concepción dramática griega.

         Sófocles abarca muchos más temas y con más finura, como, por ejemplo, en Antígona, el primer ejemplo de una rebelión, de una objeción de conciencia ante una ley injusta, de las que hay tantas.

         Eurípides es el más complejo, el más sutil en el análisis de los sentimientos y las pasiones, como puede verse en Medea y en Ifigenia en Áulide.

         Cuando se gusta la calidad de estos trágicos, uno no puede contentarse con una obra o dos; las quiere todas y hay ahí un material extenso de lectura.

         Entre los comediógrafos el mejor es Aristófanes, tan moderno que en una de sus comedia llegó a ejemplificar aquello de “hagamos el amor y no la guerra”. Léanse Lisístrata, La paz, Nubes o Las ranas. Pero mejor, léanse las once que de él nos han quedado.

         Las tragedias y las comedias romanas son casi siempre un calco de las griegas. Pero merece la pena leer, de Plauto, La olla y El soldado fanfarrón;  de Terencio, El atormentador de sí mismo y Los hermanos. Son comedias. La  tragedia romana es más floja, pero compensa la Fedra, de Séneca.

         Aunque hay teatro en la Edad Media, para una primera lectura es mejor pasar al siglo XV con La Celestina, de Fernando de Rojas.  Los grandes siglos del teatro europeo fueron el XVI y el XVII. En España, Lope de Rueda (Eufemia), Cervantes (Numancia), Lope de Vega (La Estrella de Sevilla, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo,  El mejor alcalde el rey,etc.), Calderón de la Barca (La vida es sueño, El gran teatro del mundo, El alcalde de Zalamea, La dama duende, El príncipe constante, La devoción de la cruz, El médico de su honra, El pintor de su deshonra, etc.),  Tirso de Molina (El condenado por desconfiado, El burlador de Sevilla, La villana de Vallecas, etc.), Rojas Zorrilla (Del rey abajo ninguno), Moreto (El desdén con el desdén, El lindo don Diego), Mira de Amescua (El esclavo del demonio), Ruiz de Alarcón (Ganar amigos, Las paredes oyen),  Guillén de Castro (Las mocedades del Cid), Vélez de Guevara (Reinar después de morir).

         En el resto de Europa, similar esplendor. En Inglaterra, Christopher Marlowe ( Doctor Faustus, Eduardo segundo, El judío de Malta), Ben Johnson (El alquimista, Volpone) y sobre todo Shakespeare (El sueño de una noche de verano, Trabajos de amor perdidos, Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo,  El rey Lear, la Tempestad,  Ricardo III, Enrique V, en realidad compensa leerse todo).

         En Francia es el tiempo de Racine (Andrómaca,  Atalía,) Corneille (El Cid, Cinna,  Horacio) y Moliére (El avaro, El burgués gentilhombre,  Don Juan,  La escuela  de las mujeres, Tartufo, etc.

         Fue la época dorada del teatro. Vale la pena leer tantas obras maestras, con la ventaja de que el teatro –que suele ir al grano mejor que la novela- se lee en relativamente poco tiempo. Y su texto se puede comparar con las versiones cinematográficas que con mucha frecuencia se ha hecho de las obras más famosas, como Hamlet, Otelo o Romeo y Julieta.

         Quien se aficione a la lectura de obras de Lope, Calderón, Racine, Corneille, Molière y Shakespeare ya está ganado o ganada para el fabuloso mundo de la lectura, porque habrá dado con seis autores de peso, de calidad reconocida siempre y que soportan, mejor que muchos modernos, el paso del tiempo.

         Definitivamente, el XVIII es un mal siglo para el arte. En España se salvan los Sainetes de Ramón de la Cruz y alguna obra (El sí de las niñas, La Comedia nueva o La Mojigata), de Leandro Fernández de Moratín. En Italia, Carlo Goldoni (La posadera, El abanico). En Alemania, Friedrich Schiller (Los bandidos, La doncella de Orleáns, María Estuardo, Guillermo Tell, Wallenstein); la gran obra de Goethe, Fausto, no es teatro propiamente dicho sino un gran poema en forma teatral; es mejor empezar por la primera parte, la que más tiene de teatro y dejar para lectores muy avezados la segunda; en Francia, dos obritas de éxito pero no muy buenas: La bodas de Fígaro y El barbero de Sevilla, de Pierre Caron de Beaumarchais, a lo que se puede unir  Juegos del azar y del amor, de Pierre de Marivaux.

         El siglo XIX produjo en España un teatro decente, pero nada genial. Muchas de las obras que se estrenaron con cierto éxito no han quedado en el repertorio: El gran galeoto, de José Echegaray, Premio Nobel de Literatura; El trovador, de Antonio García Gutiérrez, .Juan José, de Joaquín Dicenta. Otras, por diversas razones, sí: Don Juan Tenorio, de Zorrilla; Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, Un drama nuevo, de Manuel Tamayo y Baus.

         En Europa es el siglo de Óscar Wilde (La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere), Alexander Pushkin (Boris Gudonov), Henrik Ibsen (Casa de muñecas, Nora), Heinrich von Kleist (Catalina von Heilbronn), Antón Chejov (La gaviota, El jardín de los cerezos, Tío Vania), Friedrich Hebbel (Los Nibelungos), Johan August Strindberg, (Padre, La señorita Julia), en una primera y rápida selección.

         El siglo XX, en España, ha dado buen teatro. Transcurrido ya esos cien años, se puede decir que los mejores autores han sido Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura, con Los intereses creados, La ciudad alegre y confiada o Rosas de otoño), Ramón,  Valle-Inclán (Luces de bohemia, Divinas palabras), Alejandro Casona (La sirena varada, Los árboles mueren en pie),  Miguel Mihura (Tres sombreros de copa),  Federico García Lorca (Yerma, Bodas de Sangre, La casa de Bernarda Alba) y Antonio Buero Vallejo (Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad).

         Fuera de España ha habido mucho y buen teatro:

         Max Frisch (Ahora vuelven a cantar, Andorra,  La muralla china), Bertolt Brecht (El círculo de tiza caucasiano),  Eugene Ionesco, (La cantanate calva,  Rinoceronte),  Alfred Jarry (Ubú rey),  Paul Claudel (La anunciación hecha a María),  Thomas Stearns Elliot (Asesinato en la catedral),  Luigi Pirandello (Así es, si así os parece, Seis personajes en busca de su autor,  Enrique IV),  Albert Camus (Calígula),  Gerhart Hauptmann (La campana sumergida), Ugo Betti (Corrupción en el Palacio de Justicia), Samuel Beckett (Esperando a Godot, Días felices,  Fin de partida),  Eugene O’Neill  (A Electra le sienta bien el luto), Arthur Miller (Muerte de un viajante), William Saroyan (La hermosa gente), Jean Giradoux  (La loca de Chaillot), John Boynston Priestley (Llama un inspector), Jean Paul Sartre (Las manos sucias), Hugo von Hofmannstahl ( El necio y la muerte),  Thorton Wilder (Nuestra ciudad), Arthur Adamov (La parodia), George Bernard Shaw ( Pigmalión), Henry de Montherlant, (La reina muerta).

         Son muchos, pero cada uno de esos autores tienen además otras dos o tres obras que merecen el gusto de ser leídas.

POR QUÉ LEER