5. Leer ensayos

5. Leer ensayos

         Hay lectores y lectoras que no muestran gran predilección por la ficción, incluyendo en ese rótulo tanto la poesía, como el teatro o la narrativa. O bien hay personas que, después de leer ficción, desean cambiar de registro. O finalmente hay quienes alternan las dos cosas que es, por aquello de que mejor es abundar que andar escasos, la mejor solución.

         Entiendo aquí por ensayo las obras en prosa sobre las más diversas materias, con un nivel medio y en cualquier caso accesibles a una persona de cultura media. Pero han de ser obras  con cierta voluntad de estilo, es decir, no escritas de cualquier manera. En ese rótulo caben muchas obras antiguas, también filosóficas, con tal de que no sean muy técnicas. No caben, en cambio, las obras de investigación, cuando son muy particulares y monográficas.

         Para que se entienda con un  ejemplo emblemático, considero casos señeros de ensayos las obras de Plutarco (siglo II), como Vidas paralelas o todas las obras morales y la del ensayista por antonomasia, Michel de Montaigne, (siglo XVI), con sus Essais.

         Doy, por tanto, al término ensayo un sentido amplio, para que quepan, por ejemplo, casi todas las obras de historia que se han escrito, siempre que estén bien escritas.

         En el mundo griego y romano, habría que conocer:  Herodoto (Historia); Tucídides (Historia de la guerra del Peloponeso),  Teofrasto (Los caracteres), un ensayo de tipología del carácter; Jenofonte (Anabasis);  algún diálogo asequible de Platón, por ejemplo Fedón, El banquete; algo de Aristóteles, como la Ética a Nicómaco; las Filípicas, de Demóstenes; la Vida, opiniones y sentencias de los filósofos antiguos, de Diógenes Laercio; la Historia, de Polibio, que se atreve con una historia universal; la maravillosa crónica que Julio César hace de la Guerra de las Galias;  la Vida de los varones ilustres, de Cornelio Nepote, que es un precedente de Plutarco; cómo historia Salustio la Conjuración de Catilina y de paso leer las Catilinarias, de Cicerón; de este gran orador también el libro Sobre los deberes; de Séneca, al menos, las Cartas a Lucilio;  del gran Marco Aurelio, que demuestra cómo un gobernante puede ser inteligente, las Meditaciones.  En fin, para terminar este resumen greco-romano, los  Annales, de Tácito,  los divertidos, amenos y punzantes Diálogos de Luciano de Samosata,   la Historia de Roma, de Tito Livio y la Vida de los doce césares, de Suetonio.

         Sin olvidar, durante estos primeros siglos, la incipiente o no tanto literatura cristiana: el Apologético, de Tertuliano; el Protréptico, de Clemente de Alejandría;  el muy interesante Octavius, de Minucio Felix; algunas actas de los mártires como las de las santas Felicidad y Perpetua.  En fin, un libro imprescindible, la primera autobiografía íntima, género que no se volvería a dar hasta el siglo XVIII: las  Confesiones, de San Agustín.

         En la Edad Media, como era de prever, hay menos, pero de gran interés, como Sobre el consuelo de la filosofía, de Boecio. ¿Por qué no? Una mirada a las Etimologías, de San Isidoro de Sevilla, un libro que es una mina. De Dante, la Vida nueva.  El Libro de las maravillas del mundo, de Marco Polo; Como ejemplo de cronistas, la Crónica,  de Froissart. En España, tres maravillas: la Historia general, de Alfonso X el Sabio; el Libro del Buen Amor, del Arcipreste de Hita y sobre todo El collar de la paloma,  del onubense Ibn Hazm, y lo mejor que se había escrito sobre el amor, desde Platón, y quizá no superado luego. Y además, Claros varones de Castilla, de Hernando del Pulgar,  las Crónicas, de Pedro López de Ayala y Generaciones y semblanzas,  de Fernán Pérez de Guzmán,

         Del Renacimiento, El príncipe,  de Maquiavelo, que no es otra cosa sino un ensayo sobre el poder; el Elogio de la locura, de Erasmo de Rótterdam; la Utopía, de Tomás Moro; de  Juan Luis Vives, la Introducción a la sabiduría; de Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma,  en referencia al llamado “saco de Roma”; de Giovanni Pico Della Mirandola Sobre la dignidad del hombre; la Silva de varia lección, de Pedro Mexía; el Viaje a Turquía, de Andrés Laguna,  el Examen de ingenios para las ciencias,  de Juan Huarte de San Juan; finalmente la Vida  de Benvenuto Cellini, por él mismo y  el libro de Giorgio Vasari, Vida de grandes pintores, escultores y arquitectos. En España, de modo especial están las crónicas de América: desde las Cartas y relaciones, de Hernán Cortés, hasta la Crónica del Perú, de Pedro Cieza de León, hasta la Verdadera historia de los sucesos de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, o los escritos de fray Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias. A lo que hay que añadir las amenas obras de Garcilaso de la Vega El Inca, La Florida del Inca o Comentarios reales.

         Notables también los escritos espirituales: Teresa de Jesús, Vida; Ejercicios espirituales, de Ignacio de Loyola; Introducción al símbolo de la fe, de Fray Luis de Granada; De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León;  Juan de Ávila, Audi, filia;  Pedro Malón de Chaide, Libro de la conversión de la Magdalena.

         En la sensibilidad del Barroco encontramos: Anatomía de la melancolía,  de Robert Burton,  un libro sorprendente  e interesante; los Caracteres, de Jean de La Bruyères, repleto de máximas incisivas y agudas; en le mismo sentido, las Máximas, de La Rochefoucauld. Es filosofía, pero asequible el Discurso del método, de Descartes. Si se quiere conocer la intimidad de la época, las Cartas, de Madame de Sévigné. Otro mundo es el de los Sermones del gran poeta John Donne.  O el de los Sermones, discursos y oraciones fúnebres, de Bossuet. Pero lo mejor que puede leerse de esta época son los Pensamientos, de Pascal. Hay que escoger entre ellos, porque el libro no es más que un borrador de un proyecto que no llevó a cabo. Se encontrará los más profundos, certeros  lúcidos pensamientos sobre la condición humana. En España, el genio es Baltasar Gracián, con Agudeza y arte de ingenio o El discreto;  pero están también la Historia de España, de Juan de Mariana; las Empresas políticas, de Diego Saavedra Fajardo; el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas o la Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos, de Francisco de Moncada.

         Los ensayos del tiempo de la Ilustración, en el XVIII, tienen ya muchas pretensiones. Es interesante la Autobiografía, de Benjamín Franklin y las Confesiones   de ese gran fabulador que fue Jean Jacques Rousseau, de quien se puede leer también las Ensoñaciones de un paseante solitario.  También la Memoria, de Giacomo Casanova, que explica bien cómo era aquella época, así como las Memorias del Duque de Saint-Simon.

         En el XVIII hay que seleccionar porque abunda de todo: las Cartas persas, de Montesquieu;   el Discurso sobre el estilo,   de Bufón; la Historia del arte en la antigüedad, de Johan Joaquin Winckelmann; de Voltaire, tan prolífico, baste con las Cartas filosóficas o El siglo de Luis XIV.  Pero lo más jugoso de este siglo es la Vida de Samuel Johnson, escrita por el inteligente, curioso y algo malicioso ayudante y secretario James Boswell.

         En España destacan en el XVIII las Cartas marruecas, de José Cadalso; el impresionante Teatro Crítico Universal, de Benito Jerónimo Feijoo; la Vida de Diego de Torres y Villarroel; las Exequias de la lengua castellana, de Juan Pablo Corner o la Memoria sobre los espectáculos, de Jovellanos.

         En el  XIX el ensayo es ya cascada, pero, por otro lado, son menos atractivos, por lo general, porque tienen pretensiones de ciencia positiva, lo que, en algunos casos, raya en el ridículo. Empecemos por lo biográfico: Poesía y verdad, de Goethe, es un verdadero hito; interesante Mis prisiones, de Silvio Pellico; y, por curioso, las Confesiones de un  inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey,  autor también de El asesinato como una de las bellas artes.  Lleno de sugerencias, el Zibaldone de pensamientos, de  Giacomo Leopardi,  Se leen bien El concepto de angustia, de Soren Kierkeggard, el Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche y Parerga y Paralipómena, de Arthur Schopenhauer, pese a estar en la tradición filosófica. Un filón importante para entender este siglo es  Las veladas de San Petersburgo, de Joseph de Maistre.

         Dos excelentes crónicas de Madame de Staël: De la Alemania  y De la literatura. Una obra larga pero clara y clarividente, anticipadora: La democracia en América, de Alexis de Tocqueville. Y otra obra fundamental, El genio del cristianismo, de René de Chateaubriand, que incluye dos novelas cortas Atala y René. Que es preciso completar con el mejor ejemplo de la mejor prosa del XIX, las Memorias de ultratumba, del mismo Chateaubriand.

         En España lo mejor son los Artículos de costumbres de Mariano José de Larra y la ingente obra de Marcelino Menéndez y Pelayo: Historia de las ideas estéticas en España, Historia de los heterodoxos españoles,  Los orígenes de la novela. Interesan también las Escenas andaluzas, de Serafín Estébanez Calderón, las Escenas matritenses, de Ramón de Mesonero Romanos. En otro orden, El criterio, de Jaume Balmes, La cuestión palpitante, de Emilia Pardo Bazán, el Idearium español, de Ángel Ganivet.

         Para el siglo XX no hay más remedio que ser drástico porque, sin género de dudas, nunca se ha escrito ni se ha publicado tanto, especialmente en el campo del ensayo. En el campo de la autobiografía, hay Memorias por todas partes, aunque las más interesantes son las de personas que han podido tener una visión general de la época, como es el caso de los libros biográficos y autobiográficos de Winston Churchill, por los que recibió el Nobel de Literatura. Muy difundido en su época flojo y retórico,   Mi lucha, de Adolf Hitler.  De interés son las Memorias del general de Gaulle. O los libros autobiográficos de Juan Pablo II: Don y misterio y ¡Levantaos, vamos!        

         Y ahora, como en un pot-pourri una serie de títulos: André Breton, Manifiestos del surrealismo; Julián Benda, La traición de los intelectuales; Gilles Lipovetski, El imperio de lo efimero;  Umberto Eco, Apocalípticos e integrados; Marshall McLuhan, El medio es el mensaje;  George Steiner Presencias reales, Nostalgia de lo absoluto; Edgard Said, Representaciones del intelectual; Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre

         En España, hasta casi hoy mismo,   Azorín, Castilla; Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida;  José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas,  España invertebrada; Gregorio Marañón, El conde duque de Olivares;  Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid;Ramiro de Maeztu, Hacia otra España;  Manuel Azaña,   La invención del Quijote y otros ensayos;  Eugenio d’Ors: Tres horas en el museo del Prado;  Claudio Sánchez Albornoz,  España en su historia y Américo Castro,  La realidad histórica de España; Julián Marías, Meditaciones sobre la sociedad española; Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo;  Vicente Verdú,  El planeta americano del sociólogo, Jon Juaristi,  El bucle melancólico.

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