La actividad frenética de los dibujos animados, que no para, que no descansa, que supera sin esfuerzo todo contratiempo, y que siempre acaba alegrando su cara, contrasta con la pasividad cansada y perezosa del espectador de carne y hueso que se hunde en tantas ocasiones en la dejadez humana del no apetecer y del ya no puedo más.