La armonía ética entre ahorradores, inversores e intermediarios – Apartado 3 – Capítulo III – Ética en la libertad de los mercados

Crisis económicas y financieras. Causas profundas y soluciones.

 Capítulo III 

Ética en la libertad de los mercados

Apartado 3

La armonía ética entre ahorradores, inversores e intermediarios

        Los mercados y las instituciones financieras, en  sentido estricto, no tienen ética. La ética se refiere, fundamentalmente, de forma radical y en sentido propio, a las personas físicas; se refiere a los actos humanos conscientes de esas personas que trabajan en esta o aquella institución o que intervienen, de una u otra forma, en éste o aquél mercado, en estos o aquellos mercados financieros. Una empresa o una agencia de valores, o las Sociedades Rectoras de las Bolsas de valores por ejemplo, no actúan; actúan las personas. El comportamiento moral, en último término, se dirige a los individuos, no a las instituciones. Ello no es óbice para que los comportamientos éticos sean interiorizados coordinadamente por los distintos componentes personales de una organización y, por lo tanto, institucionalizados. Se puede aplicar también en sentido derivado el dicho popular de que la empresa entera, o institución, trabaja entonces «como un solo hombre».

          Recordar esto creo que es conveniente para evitar la tendencia a despersonalizar responsabilidades remitiéndolas a los vagos, difusos y neutros colectivos o a los aspectos meramente funcionales. Los colectivos y los instrumentos funcionales no tienen propiamente ética.  Desde hace varias décadas por ejemplo hay una cierta obsesión macroeconómica e indiciaria dando una imagen cuasipersonal a los índices estadísticos y bursátiles,  a los grandes agregados tipo PIB o idolatrando los tipos de interés marcados por este o aquel Banco Central. Casi sin darnos cuenta hemos creado y extendido a los cuatro vientos un mundo de relaciones funcionales donde, lógicamente, la ética no tiene sentido.

          La ética en general, como la virtud ética de la justicia, no consiste en dar, cumplir obligaciones, tomar decisiones de ahorro, realizar inversiones o repartir cosas en base a los fríos datos impersonales que nos transmiten los índices o los innumerables conjuntos funcionales. La responsabilidad ética, por ejemplo, de quienes toman determinadas decisiones en una entidad financiera tiene que mirar por las consecuencias concretas sobre los accionistas, sobre los trabajadores específicos, sobre los depositantes o clientes con  sus originales peculiaridades. Para considerar el comportamiento ético en los mercados financieros el capital debe ser tratado no como una simple cosa neutral sino como algo cuya concreción depende de la decisión responsable de determinadas personas que lo aportan al logro de distintos objetivos empresariales. Detrás de todo índice y detrás de cada activo financiero y de toda concreción del capital hay que ver personas.

         Ninguna decisión en el mercado es neutra. Será más o menos negativa o más o menos positiva, pero nunca neutra en cada caso concreto. Conviene olvidarnos del mito de la neutralidad funcional porque hay una  radical y profunda presencia de la moralidad hasta en las acciones más nimias.  Limitándonos al ámbito financiero, cada inversión en bolsa en mercados primarios o secundarios, o en los mercados monetarios, de divisas o de opciones, es una opción concreta en un título, en un bono, en una empresa, en un Estado. Rafael Termes  afirmaba en 1994:»no es lo mismo, por ejemplo, el caso de una persona de ingresos modestos que invierte todos sus ahorros en activos financieros exentos de riesgo, sin que ni siquiera tenga que plantearse la eventual obligación de destinarlos a un concreto proyecto productivo, y el caso del que, por disponer de gran capacidad de financiación, debe, por responsabilidad social, plantearse la obligación de no emplearla íntegramente en activos monetarios sin riesgo o, lo que desde el punto de vista social es peor, en activos de refugio como pueden ser los metales preciosos y las obras de arte. Esta persona debe seriamente pensar que tiene la obligación de destinar parte al menos de su capital, en cuantía y forma razonablemente analizada y diversificada, a inversiones creadoras de riqueza y bienestar. Es posible que esta decisión, desde el punto de vista meramente económico, suponga un coste de oportunidad, por lo menos en términos de asunción de riesgo, pero el decisor habrá escogido una opción éticamente mejor. Habrá cumplido con la responsabilidad social en el empleo de su capital.»[1] No es por lo tanto éticamente neutra  una u otra opción. Sí que hay ética en los mercados financieros porque sus movimientos y reacciones no son meramente técnicos. No estamos hablando de un mecanismo físico y determinista sino de un organismo vivo y muy complejo en cuanto que muy complejas son las miles de personas humanas que diariamente toman sus decisiones.

               Ahorradores

          Si los mercados financieros en general tienen un función ética y social positiva para el desarrollo personal y empresarial, la participación activa en esos mercados por parte de los agentes concretos, tanto en su función posible de ahorrador, de inversor o de mediador, también será, en principio, social y éticamente recomendable. Otra cosa es que esas funciones se realicen mal técnica o moralmente.

          Ludwig von Mises dejó escrito también como ya se ha dicho que: Se denomina renta aquella suma que, sin merma de capital originario, puede ser consumida en un cierto período de tiempo. Si lo consumido supera a la renta, la correspondiente diferencia constituye lo que se denomina consumo de capital. Por el contrario, si la renta es superior al consumo, la diferencia es ahorro. (…) Cada paso que el hombre da hacia un mejor nivel de vida se halla invariablemente amparado en previo ahorro (…) Es por ello por lo que cabe afirmar que el ahorro y la consiguiente acumulación de bienes de capital constituyen la base de todo progreso material y el fundamento, en definitiva, de la civilización humana. Sin ahorro y sin acumulación de capital imposible resulta apuntar hacia objetivos de tipo espiritual.[2]

          No he encontrado mejor descripción de la interdependencia temporal de  consumo, ahorro e inversión y de la virtualidad económica y ética del ahorro. El ahorro es a la vez fruto del trabajo productivo anterior y de la abstención de consumo actual con miras  a potenciar la capacidad de crear riqueza en el futuro. Para conseguir ahorrar se necesita conjugar muchas virtudes como la laboriosidad y el bien hacer empresarial y personal, la austeridad inteligente, la prudencia no timorata, la sensatez, el temple de no depender de los demás, la visión de futuro,… etc. Lo ahorrado permite acometer por nosotros mismos, o financiar para que acometan otros, nuevos proyectos empresariales creadores de empleo y riqueza. Es la fuente del desarrollo económico. Por eso es lógico que todo aquello que lo estimule sea positivo y lo que lo entorpezca negativo.

          Si el ahorro es, además de riqueza fruto del trabajo anterior, ausencia de consumo, todo lo que sea fomentar el consumo improductivo que se dilapida en una mera ilusión efímera y hedonista, perjudica al ahorro. Para ahorrar se necesita ejercer un dominio personal y empresarial que implica una cierta moderación y ordenación en las diversas actividades humanas. El desorden aparece cuando se usan los bienes terrenales con exceso o fuera de la medida necesaria para la consecución de los fines. Una cierta austeridad creadora evitan que el hombre se sumerja por completo en lo material y ese autodominio, guiado por la inteligencia, fortalece y enriquece la voluntad y aumenta la libertad para conseguir su plenitud humana en el orden profesional y personal. En una sociedad donde la comodidad es ensalzada hasta cotas estridentes, se confunde la cima de la vida y el prestigio social con la ostentación material. Es difícil que el ahorro prospere en estos ambientes sociales. Su declive arrastra tras de sí el descenso de la inversión y la falta de vitalidad del mundo financiero.

         Conviene en cualquier caso hacer una matización respecto a los gastos de consumo. Los economistas clásicos dejaron ya bien clara la distinción entre consumo productivo e improductivo. Diferenciar consumo productivo e improductivo es importante.  Su diferenciación y elección en cada caso concreto es una decisión ética y económica personal. Hay que evitar anatematizar por principio todo gasto de consumo grande, pequeño o nimio.

        Acuciados por la multibillonaria Deuda del Estado acumulada, se lanzan muchas veces proclamas asustadizas que pueden ser contraproducentes por el «efecto reductor» que pueden provocar en épocas de crisis. Por supuesto que no hay que gastar en lo superfluo, en lo estéril, en lo improductivo, en lo que genera un efecto de adicción negativa, en lo que deshumaniza. Pero  ese autodominio hay que realizarlo tanto en época de crisis como en épocas de euforia y expansión. Por supuesto que esas recetas de austeridad son autoaplicables al Estado que debe gastar   lo imprescindible: Seguridad interior y exterior, medios para el responsable ejercicio de una Justicia independiente, y subsidiaridad efectiva en todo lo demás, incluida la redistribución a quienes lo necesitan más. Pero ¿por qué los particulares no vamos a gastar de lo nuestro en lo que cada uno, libre y responsablemente, consideramos más conveniente y enriquecedor? No hay que reducir el gasto sino reconvertirlo y purificarlo de impurezas. El gasto en un punto impulsa en otro la producción de lo que se demanda.

         Si, por definición, el consumo improductivo sin moderación produce un efecto reductor del ahorro, otro proceso altamente perjudicial para el ahorro es el proceso inflacionario. La inflación perjudica gravemente el ahorro y estimula el incremento poco razonable del consumo. Los tipos de interés reales pueden quedar muy mermados o ser incluso negativos, se deprecia el valor del dinero, todos huyen de él y la inestabilidad produce efectos altamente perniciosos en todo el entramado económico-social y financiero. Los responsables de la política monetaria tienen una tarea primordial en este aspecto con directa repercusión sobre la marcha de todo el sistema financiero y los mercados. La inestabilidad de precios elimina la función informativa de éstos, se difumina su función de guía adecuada para la toma de decisiones y pierde su virtualidad el sistema. Cuando los empresarios y las familias disponen de una moneda estable y de unas instituciones que casan ahorro e inversión, toman las distintas decisiones desde la reflexión, la serenidad y con perspectiva de futuro. También las instituciones financieras tienen una responsabilidad importante en la inflación. Por el proceso de creación y destrucción de dinero bancario con reserva fraccionaria reducida, el margen de maniobra es muy amplio. Se puede trabajar a favor de los ciclos de inflación y de recesión agravando sus efectos. En la expansión se levantan a veces muchas cautelas y se facilita el crédito activando la inflación. Es posible que esos créditos fáciles se destinen de forma irresponsable a la especulación financiera. En  el ciclo bajo se cierran drásticamente esas facilidades agravando de nuevo la recesión. Para evitar la inflación y fomentar el ahorro el papel del sistema financiero resulta otra vez crucial.

                    Junto con las tasas impositivas elevadas, las extensas mallas de seguridad estatal creadas en el proceso de crecimiento del Estado de Bienestar también son perjudiciales para el ahorro. Si se extiende la sensación de que el futuro está asegurado por el Estado, que la educación y sanidad es gratuita y que el Estado Benefactor cuidará de cualquier necesidad vital, se está fomentando el consumo irresponsable y perjudicando el trabajo productivo y la fuente del ahorro y la inversión. Despreocupados del futuro, los ciudadanos se instalarán en el disfrute del presente. Como la ética y la economía tienen sus leyes, el proceso no podrá resistir sus contradicciones internas y, más tarde o más temprano, ante las necesidades de financiación, se estará obligado a rectificar traumáticamente. Con un fraude añadido: quienes confiados en el Estado no ahorraron en su momento no pueden rectificar las decisiones tomadas en el pasado.

          La actitud diligente de los ahorradores les lleva a tratar de sacar el máximo partido a sus ahorros. En la composición de sus carteras, combinando riesgos, liquidez y rentabilidad también se pondrán de manifiesto muchas actitudes éticas personales. Siguiendo la doctrina de Locke según la cual cada uno  tiene un derecho de libre y exclusiva disposición sobre los frutos de su trabajo, la responsabilidad última del uso que se dé a cada capital acumulado es del propietario. En los mercados nacionales e internacionales el protagonismo inversor corresponde, cada vez con mayor intensidad, a las sociedades colectivas de inversión: fondos de pensiones, de ahorro, de inversión inmobiliaria,..etc. Se mueven por criterios técnicos generalmente y son los nuevos árbitros de los mercados de valores en todo el mundo. En un entramado financiero sofisticado como el actual es lógica cierta cesión de responsabilidades a sociedades especializadas pero siempre conviene ser conscientes que la responsabilidad última es de cada agente particular que ahorra e invierte sus ahorros.

           Destacar por último que como el ahorro es la fuente del sistema financiero, si el ahorro falla, el sistema se empobrece. Los mercados financieros, por definición, acuden y se desarrollan allí donde la vitalidad económica y el ahorro se expanden. Fomentar el ahorro no es sólo una actitud ética sino que tiene repercusiones importantes en el mundo económico y financiero.     

          Inversores

          Si la inversión necesita el ahorro, también el ahorro precisa de la inversión para no quedarse estéril. Sin mentalidad empresarial desplegada en todos los ámbitos de la actividad social dispuesta a invertir para poner en marcha proyectos productivos creadores de riqueza y empleo, el ahorro queda sin eficacia y corre peligro el ahorro futuro. Invertir significa emprender algo nuevo. Toda nueva inversión es apostar a que los ingresos actuales y futuros serán mayores que los costos. Si en una economía la actividad inversora se desmorona la sociedad se anquilosa.

         La actividad empresarial está íntimamente ligada a la inversión para materializar esos proyectos emprendedores creadores de riqueza y en busca de beneficio, ya que como se explicaba en el capítulo 6, el empresario inventa y proyecta el modelo de producto o servicio que debe guiar al trabajo subordinado en la realización de su obra determinando su especie y características y el resto de la organización tiende a plasmar, en una materia concreta y ayudada de instrumentos adecuados, el modelo antes concebido. El trabajo empresarial se convierte en fuerza ejemplar en la creación e incremento del valor econó­mico y tratará de hacer productivo el trabajo buscando la capacidad de servicio a los futuros usua­rios finales  y  aumentar así el valor de las mercancías o servicios producidos.

Uno de los rasgos éticos más característicos de la actividad inversora empresarial es la proporcionalidad entre los medios y el fin que se pretende conseguir. Si en el caso del ahorro las actitudes éticas  a destacar eran el temple y la austeridad en el uso y disfrute de los bienes materiales, en el caso de la inversión real hay que hablar de la fortaleza en cuanto fuerza y energía de ánimo, estabilidad y firmeza, que soporta y repele las grandes dificultades que se presentan y se oponen a la realización de proyectos positivos. Impide que el temor, retraimiento ante el mal que amenaza, por defecto, y la temeridad, inconsciencia de la magnitud de los riesgos, por exceso, impidan la realización de la inversión de acuerdo con los dictados de la recta razón. La fortaleza no adultera la realidad, sino que la acepta tal como es. Con la fortaleza se puede hablar de grandeza para acometer grandes empresas; del mantenimiento constante en el esfuerzo; de perseverancia que requiere esfuerzos continuados en el tiempo hasta la finalización del proyecto; o de la confianza que puede apoyarse en las posibilidades personales o en la fuerza de los demás. La verdadera fortaleza evita la presunción en cuanto confianza desmedida en las propias fuerzas y falsa autosuficiencia, consecuencia de una apreciación subjetiva y equivocada de las verdaderas posibilidades.

El mundo económico, decíamos,  está integrado fundamentalmente por multitud de unidades  económi­cas de decisión propietarias cada  una de ellas de una combinación completamente original de recursos  físicos y humanos sobre los que puede y debe actuar con libre y responsable poder de disposición y asignación en orden al incremento de su valor. Si hay mentalidad empresarial todas necesitan invertir y, si no tienen suficientes recursos propios, pero sí convencimiento de la  conveniencia y viabilidad de sus proyectos, recurren a su financiación.

          El nivel de inversión en una sociedad depende de factores como los costos, entre los que cabe destacar los costes financieros en directa relación con los tipos de interés y los costes laborales, el nivel de capacidad utilizada, la presión fiscal y burocrática, el grado de competitividad con el exterior,… etc. Pero el factor más importante, ante el que los demás pasan a un segundo plano, es algo tan inexpresable y cuantificable como son las expectativas y confianza de los empresarios sobre las perspectivas de crecimiento de esa economía. En este mundo globalizado las corrientes financieras internacionales buscan un «clímax» institucional claro, estable, y sin trabas que puedan sofocar el espíritu emprendedor.

           Intermediarios

          La intermediación no es una mera actividad especulativa. La intermediación crea valor añadido y, por lo tanto, produce en términos económicos.  Su actividad debe por tanto ser bien retribuida. Su actuación revaloriza cada título al acercar inteligentemente a quien lo demanda y quien lo ofrece aumentando su relación de conveniencia en que consiste el valor de cualquier cosa material o inmaterial. La inversión es financiada por el ahorro. En el centro están los intermediarios financieros para solventar disparidades y carencias.

          Salvo en la reinversión de beneficios, el ahorro y la inversión se realizan habitualmente por personas diferentes y por motivos de actuación también distintos. Los niveles de ahorro e inversión no son automáticamente iguales. La disparidad se agrava cuando los mercados financieros no coordinan rápidamente ambos tipos de decisiones ya que son los encargados de canalizar y casar lo más  rápida y flexiblemente posible lo deseado por ahorradores e inversores. Los intermediarios, con su experiencia en el funcionamiento de los mercados, no sólo canalizan ágilmente las pretensiones de ahorradores e inversores, sino que diseñan valores y operaciones financieras más acordes con las cambiantes necesidades de sus clientes y les asesoran con su profesionalidad en un mundo excesivamente abstracto y complejo para muchos.

         Por esa abstracción, complejidad y desconocimiento técnico por parte de muchos, hay una responsabilidad personal de los intermediarios, especialmente de sus directivos, que actúan con el capital, el dinero de otros y que, por lo tanto, no arriesgan ellos. Hay necesidad en todos estos casos de actuar con responsabilidad  moral como si aquello fuese suyo, como si lo pudieran perder también personalmente. Por la mediación además circulan grandes cantidades de recursos ajenos y, aunque su negocio está en pequeños márgenes de intermediación sobre grandes volúmenes, la tentación de aprovechamiento puede ser grande.

          Si en el caso del ahorro se tenía que hablar especialmente de moderación y temple en el consumo, y en la inversión de firmeza y fortaleza en la realización de los proyectos, en la intermediación se puede destacar con preeminencia la justicia en general y la justicia conmutativa en particular. Los mediadores tienen que ser especialmente cumplidores de las condiciones convenidas con los contratantes. En los mediadores se precisa, quizás más que en los  demás, esa disposición habitual de la voluntad que inclina de un modo firme y permanente a dar a cada uno lo suyo, lo que le pertenece, en que consiste la justicia. Dentro de ese orden general, la justicia conmutativa es la de los intercambios y anima  a los individuos a dar a los otros lo suyo individual, lo que les corresponde en su carácter de personas privadas. Ese hábito, extendido en todo el sistema económico y financiero, es el que establece el orden en todos los negocios humanos por lo que tiene la misión fundamental de coordinar las diversas valoraciones heterogéneas que deben ser ponderadas para deducir los criterios de equivalencia financiera. La justicia implica la referencia a la cooperación y coexistencia de cada uno con los demás e implica arreglo, ensamblamiento, encaje y armonía. Es, por eso, especialmente relevante para el funcionamiento idóneo de los mercados. La justicia conmutativa no se agota en sí misma sino que se proyecta hacia fuera contribuyendo al desarrollo de la justicia social, de la legal y del bien común.

          Si destacábamos hábitos característicos distintos en las funciones de ahorro,  inversión real y  mediación, conviene señalar que, en el actuar idóneo cotidiano, todas las actitudes están entrelazadas y la excelencia en una de ellas requiere su sintonía con las demás. La disposición habitual de dar a cada uno lo que le pertenece, por ejemplo, requiere a su vez firmeza, fortaleza, temple, autodominio y perseverancia. Para vivir con cierta austeridad se requiere también exigir lo justo en cada caso, la fortaleza para moderar la tendencia a exagerar la propia excelencia,… etc. Todas están concatenadas y ordenadas por el sentido común prudente que es un hábito intelectual que nos indica la medida idónea en cada caso concreto. La inteligencia práctica nos marca el punto adecuado para no caer ni en la brusquedad ni en la adulación al tratar a una persona determinada en unas precisas  circunstancias; o nos indica lo justo para que la fortaleza no pase a ser terquedad e intransigencia cerril, o para que la justicia no degenere en manía exagerada por el cumplimiento de detalles sin importancia,… etc. La prudencia inteligente y no miedosa es ayudada por la memoria para sacar experiencia del pasado, por el arte de saber aconsejarse o por la rapidez para aplicar al obrar el conocimiento adquirido.

          El arte de la conducta ética por parte de las personas que intervienen de una u otra forma en los mercados financieros no es un valor añadido supletorio fruto de la bonomía sino que es condición intrínseca necesaria para su buen funcionamiento técnico y para que pueda cumplir eficazmente su importante misión de colaborar al crecimiento económico. Igual que el ahorro individual es bueno «grosso modo» pero el ahorro de todos sin inversión da lugar a menos ahorro general, también podemos decir que aunque la ética individual puede perjudicar aparentemente a corto plazo a su actor, la ética generalizada de todos beneficia multiplicadamente a todos. Las conductas éticas además se autoalimentan mutuamente tanto al nivel personal como al social.

[1] Termes, Rafael, “Responsabilidad social del capital en una economía en crisis”, en Desde la libertad (Madrid: Ediciones Eilea, 1996). pp. 244-245.
[2] Mises, Ludwig von, La acción humana (Madrid: Unión Editorial, 5. ª ed., 1995), pp. 317-318.

Crisis económicas y financieras. Causas profundas y soluciones.