3. Leer novela en castellano – Por qué leer

SEGUNDA PARTE

3. Leer novela en castellano

         Lo que más se lee, lo que más se produce son novelas. Es muy probable que lo primero, en la literatura oral, sea el relato. Relatos, primero míticos; después, históricos, aunque entre unos y otros la distinción no fuera nunca clara. Más tarde los relatos de epopeya tomaron la forma de la poesía, como se puede ver desde el antiguo poema asirio Gilgamesh, hasta La Ilíada  en Grecia y la Eneida, en Roma, hasta bien entrada la Edad Media la Chanson de Roland o el Poema del Mio Cid. En poemas está también ese gran relato lleno de relatos que es la Divina Comedia, una de las obras imprescindibles de la historia de la Humanidad.

         Tan antiguo como todo eso es el relato inventado, fruto de la imaginación y de la fantasía, una antigua tradición que fue muy fuerte en los países de Oriente  y que, por diversos caminos, confluyen  en otra gran obra de relato lleno de relatos, las Mil y una noches.

         En España, la primera forma de narrativa es del siglo XIII, con la novela Blanquerna,  de Ramon Llull y los relatos del anónimo Calila e Dimma, que tanto deben a la tradición oriental. Del siglo XIV es el espléndido y anónimo El caballero Zifar, una obra llena de chispa, de aciertos, increíble para aquel tiempo, así como los relatos que componen El Conde Lucanor, del Infante don Juan Manuel. El siglo XV es el del apogeo de las novelas de caballería, con dos obras maestras: Tirant lo Blanch, de Johanot Martorell y el anónimo Amadís de Gaula, una verdadera joya. Hay también dos novelas sentimentales: El siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, y Cárcel de amor, de Diego de San Pedro.

         En el siglo XVI ya se pueden distinguir estilos. Está, por un lado, la novela pastoril (Arcadia, de Lope de Vega; La galatea, de Cervanes, Los Siete libros de Diana, de Jorge de Montemayor), y su continuación, Diana enamorada, de Gaspar Gil de Polo; ese tipo de novela –de exigua trama, lenta, mezcla de prosa y de verso-  resulta bastante indigesta ya de por sí y más con los siglos que le han caído encima; por otro lado, sigue la novela de caballería, con el espléndido Palmerín,  que es en realidad una serie, obra de diversos autores;  continúa la tradición de los relatos, con El Patrañuelo,  de Juan de Timoneda, muy dependiente de la narrativa italiana del momento; pero la gran novedad y lo más fresco, hasta el punto de que se lee con gusto hoy, es el realismo del anónimo El Lazarillo de Tormes, La lozana andaluza, de Francisco Delicado, y el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán.

         En el XVII el valor indiscutible, y para lo que queda de castellano, es El Quijote. Para la mayoría de la gente, este libro no es fácil de leer y pertenece a esa categoría de libros de los que todos hablan y pocos digieren. Sin embargo, apenas se entra en la lectura es uno de los libros más amenos, divertidos, profundos y perdurables que se hayan escrito nunca, en cualquier época y en cualquier país. Un consejo para leer el Quijote es saltarse, en la primera parte, los relatos intercalados y que poco tienen que ver con la trama principal. En sí son muy buenos, pero contribuyen a ralentizar la trama. Prueba de esto es que en la segunda parte Cervantes los suprimió.

         Otro consejo es leer antes de el Quijote, las Novelas ejemplares, todas muy sabrosas: La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, La fuerza de la sangre,  El celoso extremeño, El Licenciado Vidriera, Las dos doncellas, La señora Cornelio, El casamiento engañoso y quizá la mejor,  lo mejor, El coloquio de los perros.

         Otros narradores muy valiosos son Alonso del Castillo de Solórzano (El bachiller Trapaza, La niña de los embustes, Teresa de Manzanares) y María de Zayas, con Novelas amorosas y ejemplares.

         Como de costumbre en el siglo XVIII poco se encuentra: lo más interesante es, de Concolorcorvo (pseudónimo que esconde según algunos a un español de América y según otros a su ayudante,  de origen inca), Lazarillo de ciegos y navegantes, con lo que Hispanoamérica se incorpora a la narrativa castellana; y, de José Francisco de Isla, Fray Gerundio de Campazas, alias Zote.

         La novela “estalla” en el siglo XIX, donde la dificultad es escoger entre tantos autores y tan conseguidas obras. Con la perspectiva de casi un siglo, los  más notables –en mi opinión-, por orden son: Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta, Marianela, Misericordia, Nazarín,  Episodios Nacionales…), Leopoldo Alas Clarín” (La Regenta, Su único hijo), Emilia Pardo Bazán (Los pazos de Ulloa, La Madre Naturaleza),  José María de Pereda (Sotileza, Peñas arriba),  Pedro Antonio de Alarcón (El escándalo, El clavo),  Juan Valera (  Pepita Jiménez, Juanita la larga), Vicente Blasco Ibáñez (Cañas y barro, La barraca), Armando Palacio Valdés ( La hermana San Sulpicio), Fernán Caballero (La gaviota).

         En el género de los relatos sobresale Bécquer, con las Leyendas.

          En novela histórica dos buenos autores, Enrique Gil y Carrasco (El señor de Bembibre)  y Francisco Navarro Villoslada (Amaya o los vascos en el siglo octavo).

         Se incorporan también muchos autores hispanoamericanos: así, el colombiano Jorge Isaac, autor de la romántica y bella María; el argentino José Mármol, con la poderosa Amalia; el chileno Aberto Blest Gana (El loco estero,  publicada ya en 1909, verdadera obra maestra); el cubano Cirilo Valverde, con Cecilia Valdés;   el argentino Domingo Faustino Sarmiento, con Facundo, novela sobre un dictador, algo que sería frecuente a partir de entonces en la literatura hispanoamericana.

         Y se llega al siglo XX  y  continúan las obras de Galdós (m.

1920),  Pardo Bazán (m.1821), Palacio Valdés (m.1936) o Blasco Ibáñez (m.1928). Pero los autores que llenan  la mitad del siglo XX, hasta la gran transformación que se produce en los años sesenta y setenta de ese siglo, son: Miguel de Unamuno (Abel Sánchez, La tía Tula, Niebla, Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir), que también es poeta, ensayista y dramaturgo, quizá el autor más completo y complejo del siglo XX español, cuya obra sigue suscitando interés; Ramón del Valle-Inclán (Sonatas, Flor de santidad,  Tirano Banderas, El Ruedo Ibérico) de un lenguaje único, colorista, brillante  que es la forma de un fondo de ingenio y de escepticismo; Pío Baroja, autor de una ingente producción, muy desigual, de estilo suelto y descuidado, más valioso en novelas de aventuras (Zalacaín, el aventurero) que en otros en las que defiende  una tesis (El árbol de la ciencia), aunque acierta de lleno en la descripción de ambientes sociales  marginados (La busca). Baroja gusta o no gusta. Si gusta, el lector tiene en él todo un filón.

         Otros autores interesante son Gabriel Miró (Nuestro Padre San Daniel, Las cerezas del cementerio),  Ramón Pérez de Ayala (Belarmino y Apolonio), Ramón J. Sender (La aventura equinocial de Lope de Aguirre), Francisco Ayala (Muertes de perro). En la siguiente generación destacan el Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte, Viaje a la Alcarria), Miguel Delibes (El camino, Cinco horas con Mario) y autores de casi una sola obra importante, del tipo de Carmen Laforet (Nada), Rafael Sánchez Ferlosio (El Jarama), Luis Martín Santos (Tiempo de silencio).

         Lo más reciente debe aún esperar la criba del tiempo porque con frecuencia obras presentadas con gran alardes de promoción o premiadas con premios sustanciosos, como el Planeta, no resisten el paso de los años. Entre autores ya sexagenarios destacan Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios) y Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa).

         El siglo XX significó una importante eclosión de autores hispanoamericanos, hasta se llegó a hablar de boom: el colombiano,  Gabriel García Márquez, Nobel de Literatura (Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba),  el peruano Mario Vargas  (Conversaciones en La  Catedral, La muerte del chivo),  el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Nobel de Literatura (Señor Presidente),  el mexicano Juan Rulfo (Pedro Páramo), el venezolano Rómulo Gallegos (Doña Bárbara), el venezolano Arturo Uslar Pietri  (Las lanzas coloradas), el argentino Julio Cortázar (Rayuela),  el cubano Alejo Carpentier (El siglo de las luces), el también cubano  José Lezama Lima y de difícil lectura (Paradiso),  el argentino Eduardo Mallea (Todo verdor perecerá), el también argentino Jorge Luis Borges (El Aleph), el uruguayo Juan Carlos Onetti (La vida breve), el mexicano Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente), el colombiano José Eustasio Rivera (La vorágine), el mexicano Mariano Azuela (Los de abajo), por citar sólo a los principales.

         Son muy pocos los lectores (descontando a los especialistas, críticos y profesores de literatura) que pueden decir que han leído el más de un centenar de obras de narrativa reseñadas en este apartado. Quedan ahí como un reto para quienes deseen tener aunque sólo sea una aproximación al paisaje de la narrativa en castellano, desde la Edad Media hasta hoy mismo.

         Una anotación más: durante siglos, con la excepción del conceptismo en la época barroca, los autores han tenido, consciente o inconscientemente, el prurito de la claridad: escribían para ser entendidos. Desde los años veinte del siglo XX, con el asentamiento de las vanguardias, se tiende hacia un arte experimenta, una de cuyas notas resulta ser lo críptico y hermético. Se hace así una literatura que la inmensa mayoría de la población no entiende, pero que es prestigiada por determinada crítica. No aconsejo a ningún lector primerizo que empiece por este tipo de obras porque no las podrá digerir. Además, esa época de intentar asombrar no tanto por lo que se cuenta sino por cómo se cuenta, pasó a mejor vida ya en los años ochenta del siglo XX, aunque muchos novelistas no parecen aún haberse dado cuenta.

         La narrativa ha sido, desde el principio, contar historias y atraer por la intriga, la trama, la calidad de los personajes, es decir un planteamiento de objetividad. Cuando la novela se reduce a un largo fluir del interior del narrador, es muy probable que aburra al noventa y nueve por ciento de los posibles lectores. Nos gusta oír historias; nos gusta mucho menos que nos cuenten sus ideas, sus fobias, sus sueños y sus filias.

POR QUÉ LEER