Empanada gráfica que, tras el esfuerzo de comprensión, deja un poso de escepticismo en quien creía entender los entresijos económicos.
Cabizbajo y soñoliento, pero sin perder el porte ni la seguridad del camino, el hombre se acerca al lugar abierto de su trabajo para reemprender la tarea servicial en aquella mañana primaveral.
Cuerpos lozanos que se abrazan creyendo sentir el paraíso entre su carne y en su piel.
El candor de tu fortaleza se manifiesta en la caricia recia que regalas en esos momentos terribles de la zozobra interior inesperada.
El avión ultramoderno de pasajeros se hace oír unos segundos desde su altura de mil pies, y, en la biblioteca de mi facultad, la atención se inquieta brevemente en los lectores para volver a retomar el hilo abstracto del pensamiento embriagador.
En la permanente testarudez de un sin fin de llamas fugaces el pensamiento se escapa buscando el calor incendiario de tu regazo maternal.
La actividad frenética de los dibujos animados, que no para, que no descansa, que supera sin esfuerzo todo contratiempo, y que siempre acaba alegrando su cara, contrasta con la pasividad cansada y perezosa del espectador de carne y hueso que se hunde en tantas ocasiones en la dejadez humana del no apetecer y del ya no puedo más.
Cansado en el atardecer otoñal, al solaz del fuego del hogar, pensando –exhausto– en cómo he ido caminando con tirones de amor a lo largo y ancho de la vida siempre desconcertante.
Matar el tiempo escuchando aquella conversación infantil y sorprendernos en la valía de aquel diálogo aprovechado sin querer.