El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la satisfacción de las necesidades humanas y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes o servicios producidos por tales actos, se refleja, más o menos perfectamente, en los precios de mercado de dichos bienes y servicios. El valor psicológico y el valor ético de los actos humanos son valores subjetivos, es decir, expresan realidades que se producen en el interior de las personas y, en consecuencia, no pueden ser objeto de mercado, pero, para la mejora tanto de las personas como de las instituciones, que, al fin y al cabo, son obra de las personas, es absolutamente necesario que estas realidades sean de signo positivo.

Rafael Termes Carreró,Humanismo y ética para el mercado europeo”,en  Europa, ¿mercado o comunidad? De la Escuela de Salamanca a la Europa del futuro. Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca, 1999, p. 39

Respecto al precio de las cosas no se atiende a la naturaleza de las mismas, cuando entre la cosa que se  vende y la que se compra no existe ninguna proporción, pues son de diversa especie, sino que se atiende a la estimación y convenio común de los hombres…Queda pues que el precio de la cosa ha de ser buscado en la común estimación de los hombres.

 Además el dinero varía según los diversos tiempos y lugar; lo que, sin embargo, no ocurriría si por naturaleza del dinero existiese un precio del mismo dinero, es decir, tanto valor.

 Se sigue de este principio que donde quiera se halla alguna cosa venal de modo que existen muchos compradores y vendedores de ella, no se debe tener en cuenta la naturaleza de la cosa, ni el precio al que fue comprada, es decir, lo caro que costó y con cuantos trabajos y peligros.

Francisco de Vitoria (1483-1546) Comentarios a la II-II de la Summa Theologica de Santo Tomás Questio 77, art. 1 Texto que proviene de Restituto Sierra Bravo, El pensamiento social y económico de la Escolástica, Madrid, 1975, pp. 603-605.

«Lo que un descubridor descubre es un conocimiento de cuya misma ignorancia no era anteriormente consciente. Por ejemplo, descubrir una palabra nueva es descubrir una palabra que uno mismo no sabía que no supiera que existía. Descubrir el significado de una palabra, si uno sabe que ignora su significado, es descubrir que el conocimiento de ese significado está disponible de un modo que uno no sospechaba, es decir, que uno mismo no sabía que no supiera lo fácil que era encontrar su significado.»

Israel M. Kirzner.Creatividad, Capitalismo y Justicia Distributiva. Nueva Biblioteca de la Libertad 12. (Madrid: Unión Editorial, S.A. 1995). p. 73

Se tiene que señalar, sin embargo, que no es imposible encontrar el común denominador entre diferentes juicios de valor y que aun­que esta importante verdad está bastante trillada cuando se expresa explícitamente, con frecuencia se olvida en las discusiones abstractas del bien final. Eso se puede ver en el hecho de que, aunque pocos llegarían a un acuerdo sobre lo que se debería considerar como bienestar positivo, hay un acuerdo casi unánime en el punto en que la falta de las necesidades elementales de la vida humana producen el bienestar negativo o «malestar». El bienestar positivo, ya para un individuo o para la sociedad, no se puede alcanzar generalmente sin terminar primero con las causas del bienestar negativo. Hombres corrientes han expresado esta idea en términos de humanidad co­rriente y ética cristiana o budista. La misma idea se encuentra en el concepto de Hobson de «coste humano», la distinción de Hawtrey entre los productos «protectivos» o «de utilidad» y los «creativos» y la defensa del profesor Pigou de un nivel mínimo nacional de la renta real.

Cfr. Franch, José Juan “Revista de Derecho Financiero y Hacienda Pública” Volumen XLI Núm. 215 Septiembre-Octubre de 1991.

El hecho es que personas con disposiciones virtuosas, actuando en contextos institucionales en los que las reglas del juego son forjadas a partir de la presunción del comportamiento autointeresado (y racional), tienden a obtener resultados superiores respecto a los obtenidos por sujetos movidos por disposiciones egocéntricas. Un claro ejemplo: piénsese en las múltiples situaciones descritas por el dilema del prisionero. Si juegan sujetos no virtuosos –en sentido especificado supra- el equilibrio al que llegan es siempre un resultado suboptimal. Si en cambio quienes juegan son sujetos que atribuyen un valor intrínseco, es decir, no solo instrumental, a lo que hacen, el mismo juego conduce a la solución óptima. Generalizando, el hecho es que el sujeto virtuoso que opera en un mercado que se rige por el solo principio del intercambio de equivalentes «florece» porque hace lo que el mercado premia y valora, incluso si el motivo por el que lo hace no es la consecución del premio. En este sentido, el premio refuerza la disposición interior, porque hace menos «costoso» el ejercicio de la virtud.

Zamagni, Stefano, Heterogeneidad motivacional y comportamiento económico. Inst. de Investigaciones Económicas y Sociales «Francisco de Vitoria» (Madrid: Unión Editorial, 2006), pp. 71-72.

Por lo tanto, según nuestros autores, siempre y en todos los ámbitos del actuar humano –también lógicamente en el jurídico y en el económico- las valoraciones en cada instante y circunstancia se realizan a través de las conciencia personal de cada cual que consiste en esa facultad humana de unificar la compleja variedad de datos que son aportados por los diferentes sentidos en cada momento actual –lo que da lugar al sentido común en el actuar presente- o, también, en la facultad de interrelacionar y unificar el cúmulo de datos pasados que forman la memoria sensitiva. Así mismo, la conciencia intelectiva es capaz de unificar ideas y conceptos así como reflexionar en el nivel puramente intelectual. Todo ello es ese mundo espiritual y de las ideas -muchas veces olvidado- que –además- ha estado y está continuamente creándose y recreándose.

Así pues, Soto y también Vitoria y Mercado, tal y como también se vio en el capítulo II, afirman que los principios de la ley natural se manifiestan y actúan a través de la visión interior personal  de todos y cada uno de los habitantes concretos diseminados por toda la geografía mundial sin distinción de razas y que existen, viven y actúan en cada instante temporal de cada época histórica. La ley moral se manifiesta siempre a través de la conciencia de las distintas personas.  Se puede decir entonces que en el ámbito de la bondad o maldad del actuar humano, cuando el sujeto juzga con su conciencia cierta –es decir, sin ningún prudente temor a errar- determinados actos como lícitos o ilícitos, convenientes o nocivos, buenos o malos, ese juicio tiene valor de norma actual para el sujeto en tanto en cuanto que la conciencia concreta y actualiza en las circunstancias presentes los principios generales y, en definitiva, el principal y radical principio universal: “Haz el bien y evita el mal.”

José Juan Franch Meneu

Los límites de esta escuela son, naturalmente, vagos. Es posible fijarse preferentemente en sus aportaciones a la ciencia jurídica o en las que hicieron a la ciencia económica. Siguiendo al profesor Nicolás Sánchez Albornoz, en su prólogo a la moderna edición de la ‘Suma de tratos y contratos’ de Tomás de Mercado, podríamos entender por Escuela de Salamanca solamente a un grupo de autores que profesaron en aquella Universidad, o incluir además en ella a círculos de pensadores de otras ciudades que fueron influidos por aquéllos. En el primer sentido, la escuela estaría constituida por Francisco de Vitoria (al que podemos considerar fundador), Tomás de Mercado, Domingo de Soto, Martín de Azpilcueta y Diego de Covarrubias. En sentido un poco más amplio, podríamos añadir a ellos a Bartolomé Medina, Miguel de Palacios y José Anglés. Un poco más alejados estuvieron Domingo de Báñez, Luis de Molina, Pedro de Ledesma, Juan de Salas y el portugués Manuel Rodrigues. Con un criterio más amplio todavía, haríamos entrar en la Escuela de Salamanca a los castellanos Cristóbal de Villalón, Luis de Alcalá, Luis Saravia de la Calle, Juan de Medina, Bartolomé de Albornoz y Luis López, y a los valencianos Francisco García, dominico, y Miguel Salón, agustino.

Lucas Beltrán, cp. XIX Sobre los orígenes hispanos de la economía de mercado. Ensayos de Economía Política, nº 14, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1996.

El fundador reconocido de la Escuela de Salamanca fue Francisco de Vitoria (ca. 1485-1546), gran teórico del derecho y pionero en la disciplina del derecho internacional. Vasco de nacimiento, de familia próspera, criado en Burgos, al norte de España, Vitoria se hizo dominico y marchó a estudiar, y luego a enseñar, a París. Allí, en una de las ironías de la historia del pensamiento, fue discípulo de un flamenco que había sido alumno de uno de los últimos ockhamitas, John Mahor. Este hombre, Pierre Crockaert (ca. 1450-15143), había estudiado y luego enseñado teología siendo ya de edad madura, Crockaert, apartándose de su maestro Major, abandonó el nominalismo y se aproximó al tomismo, entrando en la Orden dominica y llegando a impartir docencia en el Colegio dominico de Saint-Jacques, en París. Después de pasar unos diecisiete años en París, embebiéndose de tomismo y enseñándolo, Vitoria regresó a España para impartir teología en Valladolid, acabando finalmente, en 1526, en Salamanca –reina entonces de la universidad española- como principal profesor de teología.

Murray N. Rothbard,  Historia del Pensamiento Económico. El pensamiento Económico hasta Adam Smith. Vol. I. Clásicos de la Libertad. Madrid, Unión Editorial, S.A. Madrid 1999, pp 132-136.