«El voto de los padres y discriminación electoral de la infancia»

«El voto de los padres y discriminación electoral de la infancia»

El constitucionalista norteamericano Robert Bennett acaba de publicar un libro sobre la democracia como la forma actual y eminente de gobierno. Su título, Talking it Through. Puzzles of American Democracy, que se podría traducir: “Hablando de ello. Enigmas de la democracia americana”, es indicativo de su concepción de este régimen político como una extraordinaria maquinaria institucional productora de diálogo sobre los asuntos públicos. Desde esta perspectiva analiza y trata de explicar consistentemente algunas incoherencias de la democracia entendida como el gobierno de la mayoría, articulado a través del ejercicio del derecho de sufragio mediante la emisión del voto el día señalado por la convocatoria electoral que corresponda.

Según este modelo mayoritario típico, se supone que el gobierno, a través de representantes elegidos por sufragio universal, es una replicación de lo que sería el gobierno por democracia directa, que debido a una población excesivamente numerosa para decidir a la vez en un acto único, no es físicamente posible, y para muchos tampoco deseable. De esta forma, a través del mecanismo “una persona, un voto”, se salvaguarda el principio de igualdad política y la autonomía moral individual, según la idea de auto-gobierno, y se realiza la declaración constitucional que atribuye la soberanía nacional al pueblo español (art. 1.2 CE). El mecanismo del voto sirve así de instrumento para legitimar las decisiones sobre los asuntos públicos, ya que por él los intereses del electorado están presentes en los representantes, elegidos según la regla de la proporcionalidad, en un sistema electoral competitivo basado en la confianza de los electores y la fidelidad de los elegidos. Las decisiones sobre los asuntos públicos se pueden caracterizar así como mayoritarias, como ocurriría en una democracia directa, en la que las decisiones políticas son el resultado inmediato de la voluntad popular, aunque el acto de votar sea la única oportunidad igual que todos tenemos de participar en el gobierno del Estado.

Uno de los enigmas de la democracia norteamericana, que afecta igualmente a la nuestra, es la “invisibilidad política” de los niños y las niñas. Ello se debe a que, como parte de la población de derecho, su número influye en la asignación de escaños a cada circunscripción electoral. Así, por ejemplo, el Congreso se compone de 350 diputados, y cada provincia elige un mínimo de dos. El resto se distribuye entre ellas después de dividir la población total entre los 248 escaños restantes, y de dividir posteriormente la población de cada provincia entre el cociente resultante. De esta forma se determina el número de escaños que corresponde a cada provincia en función de su población. Evidentemente, a una provincia con una población infantil abundante puede corresponderle más escaños que a otra con una inferior. Los niños y niñas, sin embargo, no se incluyen en el censo electoral y, consiguientemente, no tienen derecho a votar, pero esto no significa que carezcan de intereses en el gobierno del Estado que los cuida y acoge, ya que su situación siempre puede mejorar, por ejemplo, con más y mejores guarderías, o colegios con recursos docentes avanzados y recreos bien equipados, o mediante una asistencia sanitaria más completa, o por la oferta de actividades educativas complementarias subvencionadas, etc.

Probablemente, un patriota republicano piense que esos intereses estarán presentes y serán convenientemente defendidos en el foro, en cuanto el debate político está guiado por la sabiduría de quienes buscan un bien público que beneficia a todos. Pero desde una perspectiva menos ideal, típica de una democracia liberal, es evidente que la fuerza representativa que la infancia (así como otras categorías de individuos sin derecho de sufragio, como los enfermos mentales, etc.) añade a los votantes de cualquier circunscripción, no va necesariamente a redundar en su favor por la elección de los representantes mas proclives a sus intereses. Fuera de los votos que emiten sus padres, para quienes no lo son, una cosa es enternecerse con la inocencia y la sonrisa de un niño y otra bien distinta tener que soportar las denominadas “cargas” que conlleva su cuidado a costa del propio interés. El mantenimiento de esta situación supone una burda trasgresión de la igualdad en la participación de los ciudadanos en la vida política (art. 9.2 CE), matemáticamente cuantificable debido al mecanismo “una persona, un voto”, que constituye el pilar fundamental en el que se sustenta la conquista institucional de la libertad, a la que con orgullo llamamos democracia.

Es evidente que son los padres los que ocupan la mejor posición como fiduciarios de los intereses de sus hijos, como reconoce una consolidada doctrina iusprivatista sobre la capacidad jurídica y de obrar. Consecuentemente, ellos deberían manejar en exclusiva la fuerza representativa que añade la infancia, otorgándoles un número de votos correspondiente a los hijos menores de edad que tengan, para que sus intereses estén justamente presentes en la vida política. Los niños y niñas, como ciudadanos que son, no pueden ser políticamente invisibles a la hora de decidir, si no lo son al incluirlos en el conjunto de la población que decide según la (hipotética) regla de la mayoría, y porque su protección y reconocimiento político consiguiente está prevista en el art. 39 de nuestra venerada Constitución.

No se ignora la complejidad que supondría introducir este cambio en el sistema electoral, pero la coherencia con los principios que dirigen nuestra vida en común parece que lo exige, si no queremos vivir di-vertidos en una doble moral. En primer lugar se puede mencionar el problema de la verificación de la paternidad o de la guarda legal, cuya solución no sería difícil debido a la exigencia de inscripción del menor e identificación de sus padres o tutores en el registro civil. La división de los votos extra entre padre y madre, en el caso de número de hijos impar, se podría solucionar con el recurso de contabilizar votos-mitad, como propone Bennett. La emisión de los votos o votos-mitad fiduciarios de padres separados o divorciados, cuyos hijos vivan en otro distrito electoral, podría producir asimetrías en la fuerza representativa del voto que bien pueden resolver los expertos comentaristas de nuestra Constitución proponiendo un ajuste conveniente del sistema electoral general; o el supuesto de ciudadanos menores, hijos de padres sin derecho de sufragio, etc. Estos y otros problemas no son triviales, pero tampoco parecen un obstáculo insalvable como para que quienes pretenden nuestra confianza política renuncien a afrontarlos decididamente en favor de la imagen y el rendimiento de un régimen que repetidamente en sus discursos consideran maduro.

Profesor Guillermo Díaz Pintos
Universidad de Castilla-La Mancha