7. Los libros, el bien y el mal

7. Los libros, el bien y el mal

         ¿Hay libros malos? ¿Malos en qué sentido? Si se refiere a la calidad literaria, a la calidad sin más, hay mucho más malo que bueno porque desde el siglo XIX en adelante se publica mucho, y en masa,  y cuando hay mucho no es raro que haya mucho malo. Si por malo se entiende lo moralmente perjudicial para el hombre –apología del vicio, obscenidad, difusión del odio y de los prejuicios, etc.- hay todavía, gracias sobre todo a los libros publicados hasta el siglo XVIII, muchos más libros buenos que malos.

         La mayoría de los libros no son malos ni hacen daño al ser humano. Todo depende del uso que se haga de ellos. El ejemplo más memorable es, cómo no, Don Quijote: “Él se enfrascó tanto en su lectura [de libros de caballería] que se le pasaban las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y el mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”.

         ¿Qué hacer con los libros malos? Antes que nada, un escrutinio, como el que hicieron el cura y el barbero en la casa del famoso hidalgo. El ama y la sobrina querían quemarlos todos, sin más, “tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes”.  Es el cura quien insiste en que antes hay que ver por lo menos los títulos. Un escrutinio no es más que una crítica. Pero los que se desechen, por la razón que sea, nunca han de ser destruidos ni quemados: que se guarden en bibliotecas porque hasta el libro más malo (en los dos sentidos) tiene algo que aportar, aunque sólo sea la variedad en la malicia, que siempre merece un estudio.

         La furia de destrucción, aunque se dé en cosas materiales sólo, es contagiosa y no pocas veces en la historia de las cosas se ha pasado a las personas.

         El barbero y el cura salvan Amadís de Gaula,  Palmerín de Inglaterra, Tirante el Blanco, la Diana de Montemayor, la de Gil Polo, El pastor de Filida, de Luis Gálvez de Montalvo,  El Cancionero,  de López Maldonado, La Araucana, de Alonso de Ercilla, La Austriada, de Juan Rulfo, El Montserrate, de Cristóbal de Virués y las Lágrimas de Angélica, de Luiss Barahona de Soto.

           Cervantes salva a los mejores, y a los de buenos amigos suyos, aunque es probable que condenara algunos que merecían salvarse: pero eso está implícito en el mismo ejercicio de la crítica.

         La crítica de libros es una orientación para el lector. Durante muchos años me he dedicado a esa especie de trabajo, junto con otros, y mi criterio ha sido casi siempre elogiar los libros que me parecían de calidad y silenciar los malos, a no ser que, aupados por  propaganda de editoriales potentes, tuvieran una gran difusión. Entonces era un deber advertir al público, contando naturalmente con que luego hará lo que quiera.

         Se comprende  la avidez  de algunos por leer lo último, lo que acaba de salir, pero es más sensato seguir el consejo del ensayista norteamericano Emerson: “No leas un libro que no tenga al menos un año”. En general, los libros que tienen un éxito inmediato y de los que se habla mucho, suelen ser olvidados pasado un tiempo. En cambio, los grandes libros, aunque tuvieran algunos un principio modesto y casi desconocido, no se caen nunca del repertorio.

         Alguien dijo alguna vez que clásico es el libro que todo el mundo dice conocer pero que muy pocos han leído. Pero eso es falso. Los clásicos valiosos han sido leído por muchos y durante muchas generaciones. Hasta hace muy poco tiempo, por ejemplo, en los países anglosajones, sobre todo en Inglaterra, las Vidas paralelas, de Plutarco, formaban parte ordinaria y continua de la educación en las humanidades, lo mismo que las historiadores romanos clásicos, desde Tácito a Suetonio, pasando por Tito Livio o Cornelio Nepote. Quienes estudiábamos latín en el bachillerato leímos y tradujimos La guerra de las Galias, de César, y el De amicitia, de Cicerón.

         Los clásicos han sido, y siguen siendo, el fondo de armario de cualquier educación medianamente profunda. Todo el valor del Renacimiento consistió en el redescubrimiento de los clásicos griegos y latinos. Algunos de ellos, como Platón, son continuamente reeditados aún hoy.

         En cada época o incluso en cada estación hay que distinguir entre los libros de la coyuntura, que suelen tener un corto recorrido, y los libros del fondo de armario, que son continuamente visitados y revisitados.

         Hay testimonios escritos sobre la influencia de los libros en la conducta humana.

         San Agustín cuenta en las Confesiones que el principio de su dirección hacia la sabiduría se debió a la lectura de un libro de Cicerón, el Hortesio, hoy por desgracia perdido.

         En la Divina Comedia, en el círculo de los pecados de lujuria, Francesca da Rimini  cuenta a Dante la historia de su pasión adúltera por Paolo Malatesta,  que surge cuando los dos estaban leyendo un libro de caballería, y en concreto un  pasaje en el que la reina Ginebra es besada por Lanzarote: “Al leer que la risa deseada,/besada fue por el  fogoso amante/este, de quien jamás seré apartada,/ la boca me besó todo anhelante/. Galeoto fue el libro y quien lo hiciera/: no leímos ya más desde ese instante”. Galeotto (Galehaut), era el senescal de la reina, quien concertaba los encuentros entre Ginebra y Lanzarote.

         Sobre esto compuso Bécquer un poema: “Sobre la falda tenía/el libro abierto,/en mi mejilla tocaban/sus rizos negros,/no veíamos las letras/ninguno, creo,/  mas guardábamos ambos/hondo silencio./¿Cuánto duró?/Ni aun entonces/pude saberlo./Sólo que no se oía/más que el aliento/que apresurado escapaba/del labio seco./Solo sé que nos volvimos/los dos a un tiempo/y nuestros ojos se hallaron/y sonó un beso./…Creación de Dante era el libro,/era su Infierno./ Cuando a él bajamos los ojos,/yo dije trémulo:/¿Comprendes ya que un poema/cabe en un verso¿/Y ella respondió encendida:/¡Ya lo comprendo!”

         Otro caso claro de influencia de libros en los cambios de vida es el de Ignacio de Loyola. Era militar y cortesano y así llegó a los treinta años. Herido en el asedio de Pamplona, fue trasladado a Loyola, para la convalecencia. Allí pidió algunos de los libros que solía leer, los de caballería. Como no los había, le dieron lo que encontraron: la Vida de Cristo, de un autor alemán del siglo XIV, el cartujo Ludolfo de Sajonia (era un libro de éxito desde que se publicó y había sido traducido al castellano por Fray Ambrosio de Montesinos) y Flos sanctorum, con ejemplos de vida de santos. Con la lectura de esos libros se inició el proceso del que saldría otra persona. Él lo contó así en su Autobiografía: “Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionó a lo que allí hallaba escrito. Mas dejándolos de leer algunas veces se paraba a pensar en las cosas que había leído”.

POR QUÉ LEER