En cada cumpleaños intentamos parar el tiempo para reflexionar sobre el tiempo.
Desde un abismo infinito emponzoñado de horror y miseria, el hombre -todo hombre y toda mujer- es capaz de levantarse y elevarse hasta lo más alto despreciando olímpicamente su nada marchita.
¡Qué pizca de mirada se escapa cuando en el atardecer invernal mi pensamiento se esconde un momento sin ti!
Dejarse llevar impotente y sin rumbo, pero, en la galbana, encontrar siempre un sentido activo interior que nos devuelve el ser y el ánimo de seguir queriendo.
¿Por qué mirar allí si lo tengo todo en ti, o por qué no mirar allá si también allí estás siempre tú?
Sentado en el jardín colegial a la espera de aquella niña morena ya casi mujer, hija mía, recompongo mi espíritu alborotado y triste, tontamente triste, que palpa, una vez más, la evidencia de su nada.
Busco en la memoria y encuentro entre vaguedades: el perro rabioso que la cadena frenó, el jazmín en aquella escena del dolor a la muerte de mi padre, y aquel baile en amarillo en la isla de nuestra luna de miel.
Pon amor donde no hay amor y encontrarás amor.
Pon amor de Dios donde no hay amor y encontrarás amor y mucho más amor de Dios.
Un par de niños amigos corrían y saltaban alrededor de la fogata recién encendida soñando mil aventuras fantásticas y representando otros tantos episodios de conquistas infantiles.
Aquellos días de mayo, recostado en la hierba, aprendí de nuevo aquella lección inolvidable e inexpresable que nos dice cómo el amor está ligado a la verdad, y que las intuiciones y reflexiones intelectuales, si son verdaderas, nunca aparecen en la frialdad ni en la agitación del alboroto nervioso.