Sobre el origen del principio nuclear de la propiedad privada. – Apartado 1 – Capítulo III – Justicia y Economía

JUSTICIA Y ECONOMÍA

CAPÍTULO  III

LA FUERZA ESTIMULANTE Y CREATIVA DE LA    PROPIEDAD PLURAL CLARIFICADA.  EL ORIGEN.

Apartado 1

Sobre el origen del principio nuclear de la propiedad privada.

          Una vez desarrollado el fundamento de la ley natural como pieza clave para entender la justicia económica en Vitoria, Soto y Mercado, corresponde ahora examinar otro de esos principios angulares que necesariamente se deben tener en cuenta para entender los demás razonamientos que se irán examinando en capítulos posteriores sobre el tema que nos ocupa. Y para ello nada mejor que remitirnos a los escritos de los autores y, en concreto y en primer lugar, al capítulo II de la Suma de Tratos y Contratos donde se trata Del principio, origen, y antigüedad de los mercaderes. Muy importante debía ser lo que allí se iba fundamentar porque para ello Mercado se remonta ni más ni menos que al primer libro bíblico, al Génesis, donde se habla del pecado original y compara la situación del hombre (cuando se dice hombre nos referimos a la naturaleza humana plena, es decir, nos estamos refiriendo  a la vez tanto a la mujer como al  varón) antes y después de aquella caída y trasgresión inicial de la ley de Dios. Allí se dice con solemnidad y en primer lugar lo que sucedía en aquella situación de gozo y bienaventuranza terrenal antes del susodicho pecado original[1]:

Cuando Dios crió el hombre, diole un estado tan soberano en su misma persona, que era señor absoluto de este orbe inferior, y de todos los tesoros y frutos que en el hay, y produce. Así les dijo echándoles su bendición, luego que les hubo criado, creced y multiplicad, henchid la tierra, y enseñoreaos della aun hasta de los peces de la mar, y de las aves de la tierra. Y fuéranlo también todos los hijos y descendientes, mas pacíficamente, que ahora todo es uno de su casa y hacienda, de tal modo, que todo fuera de uno, y todo de todos. Y no hubiera cosa, que cualquiera no pudiera usar, servirse, y aprovecharse. A lo menos no repugnara este universal señorío al ser y disposición de su estado.[2] Y también: (..) que ninguno de ellos tuviese extrema necesidad de cosa alguna. Porque la necesidad no tiene ley, ni aun paciencia, ni moderación. En cualquier lugar, dado sea sagrado, que halla lo que ha menester lo toma: como leemos de David, que andando en su peregrinación y destierro, comió (por la hambre que padecían él y su gente) los panes de la proposición. Sino que se pudieran muy bien pasar, o a lo menos sufrir, y esperar facilísimamente hasta su tiempo y coyuntura. Que si dos (como acaece) hubieran menester alguna cosa exterior, no se pudieran dejar de impedir, y turbar por haberla cada uno para si. Esta majestad verdadera tenían entonces los hombres, que eran en si para sí tan bastantes y dependían tan poco, o tan en nada de los bienes temporales: que aun sin el manjar, y comida que realmente habían menester, se podían pasar, y sufrir muchos días.[3]

La caridad que invadía aquel estado preternatural en el Paraíso terrenal es descrito también así:

Lo tercero, que con toda diligencia y cuidado, se procurasen las cosas comunes, adquirirlas, aumentarlas, y conservarlas. Lo cual hicieran libertísimamente, los de aquel estado, por la hervorosa y viva caridad que se tenían. De quien es propio (como dice San Pablo), buscar y promover principalmente lo que toca a la comunidad, estimando y teniendo en más el bien común, que el particular.[4]

 Y a continuación, haciendo apelación a la causa que provocó aquel desaguisado universal en la naturaleza primigenia humana, se explica ya con claridad la situación posterior en la que la propiedad y el esfuerzo fatigoso por conservarla y mejorarla aparece ya originalmente como compañera inseparable en el caminar terreno:

 Más en pecando perdió este general y común imperio, y se repartió por partes, aplicándose a cada uno la suya como legítima herencia: y tuvo principio, y origen la propiedad, y comenzose a introducir este lenguaje tan común de mío y tuyo. Porque no tenían ya los hombres en si aquella disposición, ingenio y virtud que era menester para una comunidad tan excelente y divina. Requeríanse ciertas condiciones y calidades que tenía antes que pecase, y que perdió, luego que pecó.[5]

También Juan Pablo II, tan en sintonía con la Escuela de Salamanca y con Tomás de Aquino -así como en algunos aspectos con Hayek como ya se ha adelantado en los capítulos introductorias- recuerda la libertad y responsabilidad que conlleva ese distinguir lo mío de lo tuyo:

El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión. De esta errónea concepción de la persona proviene la distorsión del derecho, que define el ámbito del ejercicio de la libertad, y la oposición a la propiedad privada. El hombre, en efecto, cuando carece de algo que pueda llamar «suyo» y no tiene posibilidad de ganar para vivir por su propia iniciativa, pasa a depender de la máquina social y de quienes la controlan, lo cual le crea dificultades mayores para reconocer su dignidad de persona y entorpece su camino para la constitución de una auténtica comunidad humana.

Y también de nuevo Mercado en el mismo sentido:

Agora estamos tan sujetos a estas temporalidades, y tenemos tantas necesidades, que es menester que cada uno tenga su hacienda poca o mucha para que sepa de que se ha de valer en ellas, y deje la ajena de que se valga su dueño. Y fue esta división, y partición tan necesaria por nuestra miseria, y flaqueza, que aun a los religiosos que se esfuerzan a imitar en algo a aquella inocencia original, votando pobreza, y poseyendo los bienes en común, es menester que el prelado reparta y aplique a cada uno cuanto al uso, los hábitos, libros, papeles, y las demás cosas, para que se sirva y aproveche en particular destas, cuyo uso le conceden: y dejen las otras de que usen y se aprovechen los demás, que también las han menester [6].

 Así mismo: Ahora no hay quien no pretenda su interés: y quien no cuide más de proveer su casa, que la república. Así vemos que las haciendas particulares, esas van adelante, y crecen: las de la ciudad, y consejo, se disminuyen: son mal proveídas, y peor regidas, sino son ya rentas.[7] 

 Sin entrar en discusiones bizantinas sobre si la propiedad es o no de ley natural, lo que queda patente es la  importancia básica que nuestros autores salmantinos daban a la propiedad, dada nuestra situación débil actual. Es, para ellos, por lo tanto, en la naturaleza corrompida consecuencia del pecado original donde se encuentra aquel origen universal de la propiedad que Hayek  llamó acertadamente plural. Así, Soto también nos dice:

Pongamos aquel principio natural: La vida humana se ha de sostener y fomentar en paz y tranquilidad, de donde, reasumiendo la otra premisa, que la naturaleza corrompida, viviendo en común, ni cultivaría con diligencia los campos, ni viviría en paz, dedujeron los pueblos que la propiedad se había de dividir.[8] Y también Soto en varias ocasiones se refiere a lo mismo respecto a otros aspectos, como cuando por ejemplo afirma: A la verdad, si durase el estado de inocencia, del que nos hizo caer nuestro primer padre, como no podría haber allí ningún engaño, sino que se daría entre los hombres una fidelidad inviolable, no sería virtud el jurar; pero, como al caer de allí, todo hombre se ha vuelto engañador, y asimismo se ha debilitado tanto la fidelidad humana, que no sea bastante por sí sola para llevar seguridad al ánimo del acreedor, por beneficio de Dios se nos ha concedido el juramento, que también era necesario para robustecer nuestra fidelidad [9]

La importancia de aquel fundamento de la propiedad en el pecado original queda definitivamente asentado para nuestros tratadistas del siglo XVI  cuando el Concilio de Trento –en el que Domingo de Soto tuvo una participación de las más notables- plasmó aquella doctrina en uno de sus decretos más importantes y que se titulaba precisamente así: Decreto sobre el pecado original. En concreto es el decretocorrespondiente a la Sesión V celebrada el 17 de junio de 1546.

En aquella caridad  y justicia inicial el hombre también trabajaba. Y aquel laborar artesanal jugando y recreando la entera Creación continúa siendo necesario para reordenar todo el desorden material y espiritual –si bien ahora, dicen,  con la fatiga, los obstáculos y las penalidades que le acompañan, ya que aquel  transmitir  la muerte y penas corporales afectó a todo el género humano.[10]. Y el trabajo aplicado sobre lo propio, sobre lo que está en cada momento a nuestra disposición, es necesario siempre al nivel personal en ese continuo y continuado diálogo fructífero con la materia. Porque, efectivamente, la economía se puede comprender mejor si la consideramos como un puente que une el mundo físico material y el intramundo espiritual y en el que las dos orillas están continuamente observándose y estudiándose. La economía práctica y la ciencia económica ejercen una función de mediación imprescindible entre las ciencias de la naturaleza en las que predomina lo material más rígido y predeterminado y las ciencias humanas en las que predomina lo espiritual más flexible y libre. Porque, como muy bien señalaba  Rothbard:    

 Este proceso, este método, necesario para la supervivencia y la prosperidad del hombre en la tierra, ha sido a menudo ridiculizado como excesiva o exclusivamente «materialista». Pero debe quedar bien en claro que lo que acontece en esta actividad específicamente humana es una fusión de «espíritu» y materia: la mente humana, al utilizar las ideas que ha aprendido, dirige su energía transformadora y remodeladora de la materia por caminos que sustentan y elevan sus necesidades y su vida misma. Al fondo de todo bien «producido», al fondo de toda transformación de los recursos naturales efectuada por el hombre, hay una idea que dirige el esfuerzo, hay una manifestación del espíritu.[11]

Ya en los escolásticos españoles[12] parece claro por lo tanto que está presente de alguna forma la relación entre el trabajo y la propiedad así como la libertad. Aquella necesidad de cultivar la Tierra que estaba a nuestra disposición llevaba aparejada la propiedad sobre la propia persona y sobre las obras que ella realizara. Y aquella interrelación entre libertad, trabajo y propiedad sigue siendo de una actualidad nunca decaída:

(…) cada uno de los hombres es propietario de su propia persona. Nadie sino él tiene derecho sobre ella. Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y las obras de sus manos son estrictamente suyos. Cuando aparta una cosa del estado que la naturaleza le ha proporcionado y depositado en ella y mezcla con ella su trabajo, le añade algo que es suyo, convirtiéndola así en su propiedad. Ahora existe a su lado, separada del estado común de la naturaleza puesta en ella. Con su trabajo le ha añadido algo que la excluye del derecho común de las demás personas. Dado que este trabajo es propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho sobre aquello que ha añadido… [13]

 Y en esta época -en la que el cambio frenético sin saber hacia donde se dirige, así como  la velocidad estresante que se convierte en fin por sí misma parecen adueñarse de todo- puede ser pertinente recordar que sigue necesitándose aquella que podíamos llamar  economía del anacoreta,  economía del hombre solitario enfrentado a la naturaleza, a la inmensidad del cielo, del mar o de la estepa a la que todos de una u otra forma nos toca enfrentarnos a diario aunque estemos rodeados y acuciados por miles de gentes.  Viene a la memoria aquella conveniencia de soledad recia y solvente al estilo del castellano de aquella época que partía madrugador al pastoreo en las frías mañanas invernales. Siempre está presente de una u otra forma aquella economía en soledad que curte, para después no dejarse arrastrar por el ruido frívolo y superficial del intercambio placentero, vertiginoso y cambiante.

 Lo que él alimenta con las bellotas que selecciona cuidadosamente bajo los robles, o las manzanas que recoge de los árboles del bosque, sin duda se convierten en propiedad suya. Nadie puede negar que este sustento es suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo comenzaron estas cosas a ser suyas?… Es patente que si no las hizo suyas la primera recolección, ninguna otra cosa puede hacerlo. Este trabajo establece una diferencia entre él y el resto de la gente. El trabajo añade algo que sobrepasa lo que ha hecho la naturaleza, madre común de todo; y así, aquellas cosas pasan a ser su derecho privado. Podrá alguien decir que no tiene derecho a esas bellotas o a esas manzanas de que se ha apropiado, porque no ha obtenido el consentimiento de todo el género humano para hacerlo?. Si un tal consentimiento fuera verdaderamente necesario… el hombre se moriría de hambre, a pesar de toda la abundancia que Dios le ha concedido. Vemos en los campos comunes, que se conservan así por convenio, que cada uno toma una parte de lo que es común y al separarlo del estado que la naturaleza puso en ella comienza la propiedad; y, sin eso, no puede usarse lo que es común.[14]

La economía moderna hace quizás excesivo hincapié en los valores de cambio y no ha profundizado apenas en los valores de uso; en el aprovechamiento humano, intensamente humano, de los bienes a nuestra disposición, sean estos muchos o pocos, nuestros o públicos o incluso de otros que nos invitan a participar en sus proyectos  o en sus empresas. Urge creo yo retomar aquella conducta humana de descubrir todo en cada insignificancia, de extraer toda la riqueza humana de cada poco.

Rothbard de nuevo, al señalar que para que sea válida la propiedad de la tierra no es necesario que ésta sea utilizada ininterrumpidamente ya que el único requisito es que haya sido usada una vez, cita a Wolowski y Levasseur porque señala que a partir de que ha sido usada una vez la tierra pasa a ser propiedad de quien la ha trabajado y ha impreso en ella el sello de su energía personal.

Y también Hayek señala significativamente a estos efectos:

Respecto de ciertos bienes (por ejemplo las herramientas) debió surgir ya en fechas muy tempranas el concepto de propiedad privada. Este concepto pudo originar vínculos de unión tan fuertes que hasta hayan impedido por completo su transferencia, por lo que el utensilio en cuestión solía acompañar a su dueño hasta la tumba, cual testimonian los tholos o enterramientos de falsa bóveda del período micénico. Se producía, en este caso, cierta identificación entre la figura del “creador” de la cosa y su “propietario legítimo”. Numerosas han sido las modalidades según las cuales ha evolucionado en el tiempo dicha idea fundamental —evolución muchas veces sin duda ligada con la leyenda, cual acontecería siglos después con la historia del rey Arturo y su espada Excalibur, relato según el cual la transferencia del arma tuvo lugar, no por aplicación de una ley establecida por los hombres, sino en virtud de una ley “superior” relacionada más bien con “los poderes”.[15]

 Hayek desde luego no apeló al pecado original para explicar la propiedad, pero sí que la consideró un aspecto vital y de carácter universal. De hecho,  puso en la propiedad –en la propiedad plural, como le gustaba llamarla, en vez del término más usado de propiedad privada quizás más cerrado y ensimismado- el aspecto angular que sostenía toda su construcción intelectual abierta a los demás para explicar el mundo económico libre así como el fundamento de la libertad y del orden extenso donde el mercado ejercía una función coordinadora espontánea si aquella propiedad estaba bien asentada, respetada y clarificada. En aquel orden universal que él captó intelectualmente y que explicó con maestría, la propiedad plural –aquella división que según los escolásticos no existía antes de la caída primigenia y que acompañará al hombre hasta el final de los tiempos- se situaba en un lugar central:

Tal orden, basado en la integración de muchos esfuerzos orientados al logro de una pluralidad de metas individuales, sólo devino posible sobre la base de eso que yo prefiero denominar propiedad plural, expresión acuñada por H. S. Maine y que considero más adecuada que la de “propiedad privada”. Si aquélla constituye la base de toda civilización desarrollada, correspondió en su día, al parecer, a la Grecia clásica el mérito de haber por vez primera advertido que es también intrínsecamente inseparable de la libertad individual. Los redactores de la Constitución de la antigua Creta “daban por sentado que la libertad es la más importante aportación que el Estado puede ofrecer; y precisamente por ello, y por ninguna otra razón, establecieron que las cosas perteneciesen indubitablemente a quienes las adquirieran. Por el contrario, en los regímenes en los que prevalece la esclavitud todo pertenece a los gobernantes” (Estrabón, 10, 4, 16).[16]

 [1]  Así advierte ingeniosamente San Agustín, la diferencia de los preceptos, que puso el Señor a Adán y  a Moisés. “Que al primero no le mandó con ley positiva que le amase y guardase con el prójimo justicia, no agraviándole. Sólo le mandó no comiese del árbol de la ciencia. No porque no estaba obligado a estos preceptos, antes por estar tan obligado, y él con la perspicacidad viva de entendimiento, que entonces tenía, conocerlo tan bien que no era necesario ponerle particular precepto desto. Porque como agora está inclinado y presto a comer, pudiendo, y teniendo hambre, y a dormir, habiendo gana, y a conservar su vida con buenos medios, así tan pronto y presto estaba entonces el hombre a todas las cosas de virtud, y justicia natural. A cuya causa sólo le puso un estatuto no comiese del árbol, para que obedeciéndole en cosa, a que de suyo no estaba inclinado, ni era de ley natural, le confesase con su obediencia por Señor.” Domingo  de Soto, Tratado de la justicia y el derecho, T. I, Madrid, Editorial Reus, 1922, pp. 102-103.
[2]   Tomás de Mercado, Suma Tratos y Contratos. Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 88
[3]   Ibid. p. 89       
[4]   Tomás de Mercado, Suma Tratos y Contratos. Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 91.
[5]  Tomás de Mercado, Suma Tratos y Contratos. Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 88.
[6]  Tomás de Mercado, Op. Cit., p. 89.
 [7]  Tomás de Mercado, Ibid., p. 91.
[8]  Domingo de Soto, Tratado de la justicia y el derecho, T. I, Madrid, Editorial Reus, 1922,  p.130.
[9]  Domingo  de Soto, Op. Cit. t. II, p.18.
[10]  Como ya expliqué en una obra anterior, los valores están por así decirlo ínsitos y latentes en el ser de las cosas esperando a ser descubiertos mediante la especulación y extraídos por la actividad productiva del ser humano ayudado de cada vez más sofisticados instrumentos productivos.  La unidad en la diversidad del ser de las cosas se transmite a los procesos productivos estimulados por las demandas en los distintos mercados, y éstos  la transmiten a toda la ciencia y la actividad económicas. La unidad complementaria del pensamiento económico deriva de la unidad complementaria e integradora del libre mercado. Esa armonía activa, creativa y enriquecedora, cuando es captada por la inteligencia gracias a su libre capacidad de objetivar la realidad, se transmite a  la acción económica a través del trabajo que tiene en cuenta los fines. Este trabajo humano ejerce su acción sobre la materia extrayendo como he dicho su «vocación humana». Cfr. José Juan Franch, Fundamentos del valor económico, Madrid, Unión Editorial, 1990.
 [11]   Murray N. Rothbard, La Ética De La Libertad, Madrid, Unión Editorial, S.A., Madrid, 1995, p.62.
[12]  Pues bien, estos escolásticos, cuyas opiniones y sentencias todavía hoy son altamente útiles por enjuiciar las actuaciones económicas, desde el punto de vista ético, fueron partidarios de lo que hoy llamamos liberalismo económico. Todos, siguiendo a Santo Tomás y a sus continuadores Bernardino de Siena y Antonino de Florencia, que, además de Santos, fueron los dos grandes economistas del siglo XV, todos están por la propiedad privada como algo que no se opone al derecho natural, sino que se le sobreañade por conclusión de la razón, ya que la propiedad privada, por las tres razones que da el Aquinatense, es la mejor manera de hacer eficaz y no conflictivo el dominio universal de los hombres sobre la tierra. Diversos textos de Vitoria en De iustitia  y de Molina en De iustitia et iure así lo prueban. Rafael Termes Carreró, Humanismo y ética para el mercado europeo”, en Europa, ¿mercado o comunidad? De la Escuela de Salamanca a la Europa del futuro. Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca, 1999, p. 32-33.
[13]   Murray N. Rothbard, Op. Cit.  pp. 48-49.
 [14]   Murray N. Rothbard, Ibid., pp. 48-49.
[15]  Hayek, Friedrich, A., La Fatal arrogancia, Los errores del Socialismo, Obras completas, V. I, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1997, p. 223.
[16]   Hayek, La Fatal arrogancia, Los errores del Socialismo,  Obras completas, V. I, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1997, p. 222.

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