10.- Iglesia, institución y carisma

10.- Iglesia, institución y carisma

         Esa oposición a una cultura empobrecida y, en la práctica, enemiga de Dios se parecería a la actividad de los profetas del Antiguo Testamento y, en el Nuevo, a la acción de Juan el Bautista. Además de preparar la aceptación de Cristo, Juan no guarda silencio ante la corrupción que le rodea. De hecho, según se narra en los Evangelios, la gota que quizá colmó el vaso de la cólera de Herodes fue aquello de “No te es lícito tenerla” (como esposa a Herodías, que era la mujer de Filipo, hermano de Herodes). “Y aunque quería matarle, tuvo miedo de la turba, pues le tenían como profeta”[61]. El profeta suele resultar incómodo, porque dice verdades que mucha gente no quiere oír.
Para poder actuar como un revulsivo, en la Iglesia debería, haber más respuestas proféticas a las situaciones históricas, aun manteniendo en toda su vigencia que la institución,  lo estable y permanente siendo un sacramento, es también carisma. El cardenal Ratzinger trató este tema en una conferencia del 27 de mayo de 1998 “Los movimientos eclesiales y su colocación teológica”  al inaugurar en Roma el  Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales, organizado por el Consejo Pontificio para los Laicos[62].
“¿Qué son, en efecto, los elementos institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida como estructura estable? –se preguntaba Ratzinger-. Obviamente, el ministerio sacramental en sus diversos grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que -significativamente- lleva consigo el nombre de Orden, es en definitiva la única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su estructura estable originaria y la constituye como Institución (…).
Que el único elemento estructural permanente de la Iglesia sea un sacramento, significa, al mismo tiempo, que éste debe ser continuamente actualizado por Dios”.
Ese carisma institucional tiene como ámbito todo el mundo, la Iglesia es pues universal y aunque existan con toda legitimidad iglesias locales, también en lo local deber estar el aliento, por así decir, local.  Cuando esto no sea, surge un localismo que suele encerrarse en sí mismo, lo que le hace especialmente incapaz para lo que puede llamarse el carisma de la contestación (en el ámbito teológico se diría “denuncia profética”. En palabras de Ratzinger,  “las iglesias locales pueden haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina con hiriente crudeza Kierkegaard”.
Otro inconveniente para ese carisma es la existencia en la Iglesia, como apuntaba también Ratzinger, de “instituciones de derecho meramente humano, destinadas a múltiples formas de administración, organización, coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los tiempos”. El entonces cardenal señalaba a continuación: “hay que decir a renglón seguido, que la Iglesia tiene, sí, necesidad de semejantes instituciones; pero, que si éstas se hacen demasiado numerosas y preponderantes, ponen en peligro la estructura y la vitalidad de su naturaleza espiritual. La Iglesia debe  continuamente verificar su propio conjunto institucional, para que no se revista de indebida importancia, no se endurezca en una armadura que sofoque aquella vida espiritual que le es propia y peculiar”.
Recordando que el ministerio sacerdotal es, en sí mismo, un carisma, el cardenal decía: “Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y carismáticamente, no se da ninguna rigidez institucional: subsiste, en cambio, un apertura interior al carisma, una especie de olfato para el Espíritu Santo y su actuar. En líneas generales, la Iglesia deberá mantener las instituciones administrativas lo más reducidas posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer siempre abierta a las imprevistas, improgramables llamadas del Señor”.
Si al complejo ante el “mundo moderno” se uniese un cierto enquistarse en las instituciones administrativas o un repliegue hacia lo local, los cristianos no estarían en un ámbito que les animase a “comerse el mundo”, aun a riesgo de equivocarse. Ese mirar de tú a tú a cualquiera, porque nadie es más que nadie, tendría que hacerse desde esa secularidad trascendente de la que se habló en otro apartado de este ensayo.
[61] Mateo, 14, 5.

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

Historia de un equívoco

                                                                 Rafael Gómez Pérez