3.- Qué es de la libertad

3.- Qué es de la libertad

El furor anticristiano y en general antirreligioso de algunos periodos de la Revolución francesa hizo que, en explicable reacción, muchos cristianos (católicos o protestantes) se hicieran contrarrevolucionarios.[4] Incluso con Napoleón, que firmó en 1801 un Concordato con Roma, Pío VII, al negarse a algunas pretensiones políticas del Emperador, fue despojado de los Estados Pontificios y sufrió prisión primero en Savona y después en Fontainebleau desde 1809 a 1814. La etapa de 1789 a 1815 fue, para los católicos, un periodo en el que todo estaba en su contra; muchos optaron por el exilio. Y una minoría alimentó la nostalgia del Ancien régime, dando lugar a una derecha reaccionaria, que, con más o menos fortuna, ocupa cierto papel en la sociedad y en la política desde 1815 hasta la primera guerra mundial.[5]
En esa minoría había muchos obispos y la mayor parte del clero, que no olvidaban que los movimientos revolucionarios de 1848 echaron al Papa, Pío IX, de Roma y le obligaron a refugiarse en Gaeta. Fue repuesto en el trono pontificio por la intervención de tropas de Francia, España, Austria y el Reino de las dos Sicilias. El mismo Pío IX pudo ver cómo el 20 de septiembre de 1870 el ejército  del rey piamontés entraba en Roma y ponía fin a la soberanía temporal  de los Papas que había durado más de mil años. El Papa se negó a reconocer el reino de Italia, a establecer relaciones diplomáticas con él. Excomulgó al rey Víctor Manuel II de Saboya  y en  la bula Non Expedit prohibió a los católicos toda participación activa en la política italiana; no podían ser ni electores ni elegidos.
Este enrrocamiento eclesiástico, explicable pero solo hasta cierto punto, poco tenía que ver con la opinión, expresada por escrito, de tres de los escritores más grandes del siglo XIX, los tres católicos: François-René de Chateaubriand, Alexis de Tocqueville y Alessandro Manzoni.
Manzoni (1785-1873) en el Saggio comparativo sulla rivoluzione francese del 1789 e la rivoluzione italiana del 1859 (“Ensayo comparativo sobre la revolución francesa de 1789 y la revolución italiana de 1859”), incompleto y publicado póstumamente,   sostiene que la primera significó “ la opresión del país bajo el nombre de la libertad  y la suma dificultad de sustituir el Gobierno destruido por otro Gobierno que tuviera las condiciones de duración”. Manzoni, partidario de la unidad de Italia –lo que llevaba implícito el final del poder temporal de los Papas- fue nombrado ciudadano romano y  senador desde 1860, pero nunca quiso desempeñar ese oficio.
Chateaubriand, que fue testigo de la revolución antes de emigrar, tenía un juicio más matizado. Albergaba suficientes motivos personales –que suelen ser los que más cuentan- para abominar de la Revolución Francesa. Y ciertamente condenó sus crímenes pero a la vez se dio cuenta de que era el signo de algo nuevo. En  Memorias de Ultratumba  escribe sobre la toma de la Bastilla: “Ningún acontecimiento, por miserable u odioso que en sí mismo pueda resultar, se debe tratar con ligereza cuando las circunstancias son serias y llegan a hacer época; lo que era preciso ver en la toma de la Bastilla (y lo que entonces no se vio) no era el acto violento de la emancipación de un pueblo, sino la emancipación misma, resultado de ese acto. Se admiró lo que había que condenar y no se quiso buscar en el futuro los destinos cumplidos de un pueblo, el cambio de costumbres, de ideas, de poderes políticos, una renovación de la especie humana cuya era inauguraba la toma de la Bastilla como un sangrante jubileo”[6].
No está en contra, si más, de la Asamblea Constituyente. Es más, hace de ella el siguiente elogio: “Pese a todos los reproches que puede hacérsele, no por ello deja la Asamblea constituyente de ser la congregación popular más ilustre que jamás haya habido entre las naciones, tanto por la grandeza de sus actos, cuanto por la inmensidad de sus resultados. No hubo cuestión política, por elevada que fuese, que no tratara y resolviese oportunamente. ¡Qué hubiese ocurrido si se hubiese mantenido en los límites de los Estados Generales sin intentar ir más allá! (…) En ellas figuran los distintos abusos de la antigua monarquía y los medios propuestos para remediarlos; consta la reclamación de todo orden de libertades, incluida la libertad de prensa”[7].
Y en referencia a la guerra europea que siguió a la revolución: “Cuando estalló la guerra de la revolución, los reyes no la comprendieron en absoluto; vieron una revuelta donde habrían debido ver un cambio de las naciones, el fin y el comienzo de un mundo (…) Esa vieja Europa solo pensaba en combatir a Francia; no se daba cuenta de que un nuevo siglo marchaba contra ella”[8].
Vista muchos años después, la primera época revolucionaria, la de la República, le merece este comentario: “La época republicana es la más original y  la que ha quedado más profundamente grabada porque fue única en la historia: nunca se había visto y nunca se volverá a ver un desorden físico como resultado de un desorden moral, la unidad como producto del gobierno de la multitud y el cadalso como sustituto de la ley y obedecido en nombre de la humanidad”[9].
Cuando Chateaubriand  escribía esto un lejano pariente político, Tocqueville[10], hacía algo semejante. En La democracia en América escribe: “Hubo en la Revolución francesa dos movimientos en sentido contrario que no deben confundirse: el uno favorable a la libertad; el otro favorable al despotismo”[11].        Estudiando los Estados  Unidos poco más de medio siglo después de Declaración de Independencia de 1776, Tocqueville comprueba la influencia de la creencia religiosa en la nueva nación. No en vano una las frases más rotundas y célebres de esa Declaración dice: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.”
En general, los católicos del siglo XIX, guiados por el magisterio del papa y de los obispos, no supieron ver en los acontecimientos revolucionarios los aspectos positivos, el cambio de época, la ascendente marea popular a favor de la libertad y de la igualdad. Y, sin embargo, tanto la libertad como la igualdad eran realidades cristianas, anunciadas desde el principio en los Evangelios.
Basta leer los textos evangélicos en sí mismos, prescindiendo de toda la historia posterior, para darse cuenta de eso. Jesucristo no es un predicador que incite a la violencia, bien al contrario la sufre, hasta la muerte. En el Huerto de los Olivos, cuando van a prenderle y Pedro saca una espada e hiere a uno de los esbirros, las palabras de Cristo son: “Guarda tu espada porque quien a hierro  mata a hierro muere”[12]. No obliga a nadie a seguirle: invita. “Si quis vult post me venire…”[13], si alguien quiere seguirme… En el episodio del joven rico, que inicialmente quiere seguirle, deja sencillamente que se marche cuando el muchacho rechaza –libremente- las condiciones de ese seguimiento[14]. Cuando ve que muchos, por las exigencias que él ofrece, le abandonan, pregunta a los más íntimos: “¿También vosotros queréis marcharos?[15]
Los primeros mártires cristianos mueren por defender la libertad de su conciencia, el decidirse libremente por Dios. En esto tenían también la indicación del maestro: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”[16].
San Policacarpo de Esmirna, martirizado y quemado vivo en el año 155, a los 85 de edad, responde así al procónsul que lo está juzgando: «A vuestra autoridad es a quien debemos obedecer, mientras no nos mandéis cosas injustas y contra nuestras conciencias. Nuestra religión nos enseña a tributar el honor debido a las autoridades que dimanan de la de Dios y obedecer sus órdenes.”[17]
El Edicto de Milán, año 313, del tan injustamente denostado Constantino es, en el fondo y en la forma completamente de hoy: “Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión… Que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio. Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estime que le conviene».
Fue el Edicto de Tesalónica, año 380, de Teodosio I, el que acaba con este reconocimiento de la libertad de conciencia e sanciona el cristianismo como religión del Estado. Empieza así esa mezcla de lo político con lo religioso, que dura siglos, casi siempre en beneficio sobre todo de lo político: de ahí el fenómeno del cesaropapismo, del galicanismo, del josefinismo[18] y de los mismos revolucionarios franceses que hicieron a los sacerdotes que juraron la Constitución civil del Clero funcionarios públicos, pagados por el Estado.
Tuvieron que transcurrir muchos siglos para que se viera que la separación entre Iglesia y Estado, entre lo temporal y lo que tiene un destino eterno, no solo no es un mal, sino que es favorable a la pureza de la religión.
En 1835 aparecía el primer tomo de la obra de Tocqueville La democracia en América.  Ve en los Estados Unidos algo que no había visto  en Europa: la separación de lo religioso y lo político. Y escribe: “Cuando una religión sólo trata de fundar su imperio sobre el deseo de inmortalidad que atormenta por igual el corazón de todos los hombres, puede aspirar a la universalidad; pero cuando viene a unirse a un gobierno, debe adoptar máximas que no son aplicables más que a ciertos pueblos. Así pues, al aliarse con el poder político, la religión aumenta su poder sobre algunos y pierde la esperanza de reinar sobre todos”[19].
[4] Como lo atestigua, ya en 1790, la importante obra de EDMUND BURKE, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Alianza, Madrid, 2003.
[5] Sigue siendo muy discutido el carácter de la rebelión de La Vandée, en el Oeste de Francia, contra la República, entre 1793 y 1796, es decir, en la época más dura, la del Terror. Pero está demostrado que la represión del ejército republicano contra los campesinos vandeanos fue brutal y terrible y en ella “desaparecieron” más de 120.000 personas. Una técnica equivalente a la de los “desaparecidos” en las dictaduras de Videla y Pinochet, en Agentina y Chile.
[6] Ibidem, p. 187.
[7] Ibidem, p. 192.
[8] Ibidem, p. 570.
[9]  Ibidem, p. 400.
[10] La madre de Tocqueville era hermana de  Aline, la mujer del hermano mayor de Chateabriand, Jean-Baptiste, los dos guillotinados en la Revolución. También los padres de Tocqueville fueron encarcelados durante el Terror, pero se salvaron por el golpe de Estado de 1794, que dio paso al Directorio.
[11] Ibidem, p. 98.
[12] Mateo, 26, 52.
[13] Lucas, 9, 23.
[14] Marcos, 10, 17-22.
[15] Juan, 6, 67.
[16] Mateo, 22, 21.
[17] El texto del acta de martirio de San Policarpo en Padres apostólicos y apologistas griegos (siglo II), Madrid, BAC, 2009.
[18] El cesaropapismo empezó en cierto modo con Teodosio I y fue una constante, con intervalos de mejor entendimiento, durante los siglos posteriores, provocando en la Edad Media, por ejemplo, la querella de las investiduras y la división entre guelfos y gibelinos. En la práctica se traduce en el nombramiento de los obispos y la apropiación de rentas eclesiásticas por parte del poder temporal. Eso fue muy notable en Francia, dando origen al galicanismo. Y por parte del Emperador José II (josefinismo), en el siglo XVIII. El dominio de lo religioso por lo político no es sólo de la cultura occidental: cuando se instaura el comunismo en China, Mao pone en práctica algo parecido a lo de la Revolución francesa; los católicos tienen estas opciones: o integrarse en la Iglesia Nacional China, controlada por el partido comunista, o sufrir persecución o exiliarse. Sólo en años recientes, con una China distinta, se advierten signos de que las dos “iglesias” podrían finalmente ser una sola, aunque el Gobierno chino conservaría cierto “derecho de presentación” –aunque no con esas palabras-, para el nombramiento de los obispos, “derecho” que, para ser justos, hay que recordar que tuvieron durante siglos los monarcas católicos, como prerrogativa concedida por el Papa; en España ocurrió lo mismo durante el régimen de Franco.
[19]  A. DE TOCQUEVILLE,  La democracia en América, edición crítica de Eduardo Nolla, Madrid, 1988, pp. 286-287.

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

Historia de un equívoco

                                                                 Rafael Gómez Pérez