1.2.-  El retorno a las políticas microeconómicas – Capítulo 1 – Apartado 2 – CRISIS ECONÓMICAS Y FINANCIERAS. CAUSAS PROFUNDAS Y SOLUCIONES

1.2.-  El retorno a las políticas microeconómicas

          El profesor Robert Lucas ya citado escribía en 1987 que el desarrollo reciente de mayor interés en la teoría macroeconómica parece ser la reincorporación de problemas agregados tales como la inflación y los ciclos económicos dentro del marco general de la teoría «microeconómica». Si este desarrollo se corona con el éxito, el término «macroeconomía» caerá en desuso y el prefijo «micro» resultará superfluo. Hablaríamos entonces, tal y como hicieron Smith, Ricardo, Marshall y Walras, de teoría económica sin más.

          También el premio Nobel James Buchanan, en el capítulo 3 de un innovador y revolucionario libro entonces titulado La  economía como un orden constitucional llamaba la atención sobre sus rotundas afirmaciones diciendo que no había lugar para la macroeconomía, ni como parte de nuestra ciencia positiva ni como recurso para la acción política. Y añadía que las variables agregadas, tales como la renta o el producto nacionales, tasas de paro, capacidad de utilización o crecimiento, etc. no son variables sujetas a elección, ni directa ni indirectamente, por los participantes individuales en la economía ni por los agentes políticos[1].

          La vuelta al análisis personal y microeconómico es una de las tendencias  actuales más señaladas de la teoría económica. Se vuelve a ser consciente de que el proceso económico no es nada que se realice fuera de nosotros, a modo de algo objetivo y mecánico, sino que es un proceso al que todos contribuimos con la suma de nuestras deliberaciones y resoluciones. En el fondo son, pues, miles y miles de procesos subjetivos operados en todos y cada uno de nosotros lo que se esconde tras los fenómenos de la vida económica que aparecen objetivados en el precio, la cantidad, el dinero, el interés o la coyuntura. La importancia en definitiva de la microeconomía en general, y de la conducta del consumidor en particular queda resaltada en esta afirmación de Hicks en su libro Valor y Capital[2]: Lo primero que hay que hacer (en economía) es un estudio del comportamiento de la persona y de las empresas singulares. que se complementa y refuerza con esta otra: Durante este siglo se ha estudiado poco la teoría pura de la demanda del consumidor, asunto que había ocupado mucho la atención de Marshall y sus contemporáneos.

          Siguiendo los consejos de Lucas, Hicks y Buchanan que auguran un renacer de la microeconomía que ya se está produciendo recordemos el abc microeconómico. Las cosas más simples suelen ser las más importantes y por eso considero conveniente profundizar en un ejemplo sencillo de este planteamiento unificador de «macro» y «microeconomía»   que tenemos en la explicación simple de la Economía de la Oferta. Cualquier estudiante de primer curso sabe perfectamente que el sentido común cotidiano, la ley de la utilidad marginal decreciente, la competencia y la legítima búsqueda del máximo beneficio por parte de los empresarios, lleva a una representación 1) de la función de demanda de la mayoría de los bienes y servicios como una función más o menos elástica pero  con pendiente negativa, y 2) un grafismo de las funciones de oferta normalmente con pendiente positiva. A menores precios se demandarán mayores cantidades de un bien y los mayores precios atraen a los empresarios para producir más de esos bienes que se revalorizan en los mercados.

          Dado un nivel de precios concreto y estable que tiende a igualar y equilibrar cantidades demandadas y ofrecidas, se puede producir un incremento de esas cantidades compradas y vendidas, bien por desplazamiento de la oferta hacia la derecha, o bien por desplazamiento hacia arriba y a la derecha de la demanda. En ambos casos se conseguirá incrementar la producción de esos bienes y servicios. Pero con una diferencia fundamental: el desplazamiento de la demanda genera incrementos de precios mientras que los desplazamientos de la oferta producen descensos en los  precios de equilibrio estables que igualan oferta y demanda y vacían los mercados. De igual manera, y con una cierta similitud no exenta de errores, si consideramos a nivel macroeconómico la llamada oferta agregada y la demanda agregada, el incentivo de la actividad económica y de los niveles de empleo a ella ligados se puede producir también mediante aceleraciones forzadas de la demanda o mediante desplazamientos de la oferta. La diferencia fundamental vuelve a ser, entre otras cosas,  que los acelerones de demanda generan inflación mientras que  los de oferta la reducen y hacen a esa sociedad más competitiva, variada y justa.

          La época del Estado Keynesiano ha sido la época de la activación de la demanda agregada a corto plazo, del bienestar social donde quiere ser protagonista el Estado, del sistema de planificación cuyos expertos proponían políticas en las que el vocabulario macroeconómico invadía (e invade) las discusiones de política pública. Se trataba (y se trata) de manipular esas macrovariables para estabilizar la economía y lograr que exista demanda suficiente para absorber la gran cantidad de productos que necesitan vender las empresas dotadas de tecnologías de producción en masa. Los esfuerzos conjuntos de las técnicas econométricas y del propio análisis económico fracasaron a la hora de aclarar el caos de la inestabilidad monetaria y el drama de la recesión y el desempleo. El incremento simultáneo de los precios, los salarios y los demás costes de producción no resulta explicable mediante el modelo keynesiano. Las políticas keynesianas convencionales se traducen ahora en aumentos de costes y precios en lugar de incrementos en el nivel de actividad y empleo. Aparecen con fuerza el estancamiento y la inflación, el declive industrial, los problemas financieros internacionales, los desequilibrios de los presupuestos públicos y de las balanzas de pagos.

          Frente a este marasmo entrelazado surgió la economía de la oferta tratando de desplazar su curva agregada hacia la derecha. Se trata de abaratar los costes de producción (también los financieros) al objeto de contribuir a incentivar la producción, la capacidad productiva y la productividad del sistema. Se argumenta de nuevo en clave microeconómica sobre la importancia del comportamiento individual y de sus incentivos como fuerzas conductoras de la economía que, por otra parte, la puesta en práctica con obsesión de las políticas del lado de la demanda estaban agostando. Por el lado de la oferta la preocupación se centra en establecer las condiciones para que el sistema económico sea flexible de forma que los agentes puedan adaptarse con rapidez y eficacia a los cambios, cada vez más vivos, que se vayan produciendo. Se renuncia también a fijar orientaciones rígidas que se impongan a la voluntad de los individuos y se recomienda un mínimo de intervención al Sector Público limitada a mantener un marco estable donde fructifique la riqueza del despliegue de la libre y responsable iniciativa personal.

          Cabe recoger, a propósito de este despliegue necesario de la iniciativa personal responsable que trabajando puede ahorrar, algunas importantes ideas de Von Mises que son doctrina común en torno a la capacidad del  ahorro y del capital para generar empleo y riqueza futura. Para explicar esa capacidad nos dice que la singularidad y originalidad de toda persona humana estriba simplemente en que el hombre se esfuerza por mantener y vigorizar la propia vitalidad y la de sus descendientes y adyacentes de modo consciente y deliberado. Si denominamos capital a aquella cifra dineraria dedicada en un momento determinado a una actividad emprendedora específica, la distinción entre medios y fines nos lleva a diferenciar entre invertir y consumir, entre el negocio y el gasto familiar. La suma resultante de valorar el conjunto de bienes destinados a inversiones -el capital- constituye el punto de donde arranca todo el cálculo económico y la primordial herramienta mental a manejar en una economía. Hay que indicar también que cada paso que el hombre da hacia un mejor nivel de vida se halla invariablemente protegido por un ahorro previo. Es por ello por lo que cabe afirmar que el ahorro y la consiguiente acumulación de bienes de capital constituyen la base de todo progreso material y el fundamento, en definitiva, de la civilización humana. Sin ahorro y sin acumulación de capital resulta imposible según Mises apuntar incluso hacia objetivos de tipo espiritual.

          Las políticas de demanda en cambio, en contraste con las de oferta, han pivotado sobre la bondad económica de la ruptura drástica y voluntarista del equilibrio presupuestario estatal que era una norma y principio económico, moral y ético intocable para los economistas clásicos. José Luis Pérez de Ayala[3], señalaba en una de sus obras que, tradicionalmente, toda la política presupuestaria ha venido manifestándose en torno a dos principios contrarios: o equilibrio o desequilibrio del presupuesto. Si ojeamos los escritos clásicos en torno al problema se observa que el principio del equilibrio presupuestario se mantiene y defiende por entender que la política de Deuda Pública, aneja al déficit, restaría ahorro a la producción privada, y de aquí se deduce que el olvidado principio del equilibrio se apoya en la necesidad de respetar y no frenar la expansión de la oferta global.

          En la grave situación actual de las finanzas públicas de prácticamente todos los países (tanto del orbe occidental como del  no occidental) con problemas de Deuda Soberana realmente muy graves, es fácil que surja espontáneo un hondo sentimiento racional de nostalgia hacia el modelo presupuestario clásico donde, lejos de la ideologización gubernamental, el Estado es políticamente neutral, en el sentido de que, en cuanto a sus fines, sólo gasta para producir los bienes y servicios necesarios para su existencia y funcionamiento así como para la organización y orden públicos de la sociedad. Es también neutral frente a la multisecular economía de mercado. Esta neutralidad está inspirada en el supuesto de la eficaz actuación de la empresa privada y fundamentada en que la determinación de los productos que hay que fabricar, de los servicios que se prestan, y de los precios y las rentas que han de pagarse, se determinan por el libre juego enriquecedor para todos de la oferta y la demanda. Supone que la economía de mercado garantiza un crecimiento equilibrado de la producción nacional, a plazo medio, en condiciones aproximadas a las de una situación de pleno empleo de los recursos productivos que posee la economía. La «ley de Say» aporta la demostración teórica de estas tesis donde la oferta crea su propia demanda. Los gastos que las empresas hacen para producir todos y cada uno de sus productos garantiza las ventas de esas mismas empresas en el conjunto  global debido a que los gastos de producción que hicieron son rentas para los trabajadores y propietarios de los capitales empleados. Esas rentas se utilizan, bien para adquirir bienes directamente de las mismas empresas, bien para aportarlos a estas empresas para que compren, a su vez, bienes a otras. Puesto que este proceso lleva tiempo, se pueden producir «fallos» momentáneos, pero serán corregidos automáticamente por el propio juego de la oferta y la demanda. Todo el mecanismo equilibrador supone plena movilidad de factores y de productos, y corregir con premura estructuras anticuadas, lastres, ineficacias, rutinas, burocracias e incompetencias.

          Derivados de estas condiciones, los principios básicos económicos de ordenación del Presupuesto del Estado serán: 1) que el Estado debe gastar sólo para los fines propiamente políticos de carácter ordinario, y 2) que estos gastos han de ser pagados por el Gobierno con la recaudación de impuestos. La «regla de oro» clásica que une estos dos principios es la del equilibrio del presupuesto donde los impuestos deben cubrir todos los gastos ordinarios del Gobierno, y éste deberá gastar sólo para atender las necesidades normales de estructura y funcionamiento de las instituciones políticas y jurídicas consustanciales con la existencia del Estado y de la sociedad. Cualquier gasto extraordinario de inversión pública debe ser excepcional, y cuidadosamente calculado antes de realizarse, por la sencilla razón de que sólo podría cubrirse: o con impuestos muy altos, que desanimarían la actividad económica privada -que se estima más eficaz que la pública-, o a través de Deuda Pública, que absorbería un ahorro necesario a la inversión privada y que nos hipoteca el futuro. Si el gasto público extraordinario de inversión se realiza, debe «autofinanciarse» y  debe ser rentable proporcionando una renta suficiente al Estado para que éste pueda pagar los intereses y amortizar la deuda que contrajo para pagar la inversión. Hay que evitar por lo tanto los delirios de grandeza caudillista de quienes gobiernan porque al final los pagamos todos nosotros; o lo pagarán, con intereses, nuestros hijos y nietos.

          Debido a ese peso económico agobiante que se cierne sobre las generaciones futuras, ya presentes -fruto de ese desequilibrio presupuestario propiciado por el incremento desorbitado del gasto- es por lo que se han abierto grandes interrogantes desde hace unos cuantos lustros en todo el mundo occidental, y por simpatía en el resto del mundo, respecto al papel del Estado y la eficacia de la política económica basada en una versión excesivamente simplificada del modelo keynesiano que mira con muy buenos ojos el gasto público estatal como motor económico. Pero sobre todo ha quedado muy en entredicho la legitimación de la planificación económica tanto en el ámbito estatal como en el empresarial. El espíritu empresarial abierto ha quedado oscurecido también en ocasiones por la mentalidad y promoción burocrática de algunos ejecutivos públicos y privados con aspiraciones incontenibles de seguridad laboral y ostentación consumista, que se anquilosan en planteamientos rígidos y homogéneos. Ante la tentación política, especialmente intensa en época de dura crisis económica, de implementar y decantarse hacia posibles pactos y amaños que pretendan poner en marcha políticas planificadoras o keynesianas estatales o empresariales, pivotando sobre el gasto público, es bueno recordar algunas ideas de Shackle y algunas críticas, ya esbozadas antes, de la escuela de las expectativas racionales.

          En el modelo económico de decisión de Shackle la preocupación única es el estudio de cómo los hombres explotan esa libertad que la incertidumbre confiere sobre el pensamiento y la imaginación. La inversión, que a fin de cuentas es la que crea empleo, es una acción en busca de utilidad. Pero esa utilidad que estimula la inversión es un mero producto de la inteligencia y la imaginación y no tiene nada que ver con la utilidad del contador que ha sido realizada y registrada y que es algo que pertenece al pasado. La inversión no se emprende para buscar una utilidad pasada, sino una utilidad futura y esto es, en último análisis, mera conjetura y esperanza, no obstante lo cuidadosamente que se reúna y tamice toda evidencia disponible.  En las técnicas más habituales de predicción se extrapola de forma más o menos determinista presuponiendo que el futuro será en gran medida una continuación lineal del pasado. Muchos modelos estructurales que incorporan esas premisas –y que olvidan el hecho fundamental de la incertidumbre y variabilidad originales de millones de decisiones libres imaginativas que se toman diariamente- no pueden formular predicciones futuras distintas del pasado. Ese tipo de métodos es válido sólo para aquellas variables que presenten una relación fija (astronómica) entre sus valores pasados y futuros, por lo que su aplicación al entramado económico humano es irracional en cuanto que contradice el hecho real de que los agentes son optimizadores natos en cada momento, buscando lo mejor para el futuro utilizando lo mínimo. Es irracional reducir la inteligencia, pensamiento, información, aspiraciones e imaginación del  ser humano a una métrica rígida de álgebra bidimensional o tridimensional.

          Estos enfoques pseudokeynesianos y burocráticos tienen también un problema de inconsistencia en cuanto que dan una preponderancia y relevancia especial a las relaciones agregadas, dándoles incluso existencia independiente de las decisiones individuales. Puesto que los agregados son grandes sumatorios de decisiones individuales variopintas, es muy peligroso para las predicciones encarnar en índices macroeconómicos abstractos ese incierto comportamiento individual. La inconsistencia se puede generalizar en el conjunto de una sociedad cuando se introduce en su escala de valores la medición del éxito de determinadas políticas o de algunas personas relevantes en base a los valores de esos agregados que, según la escuela, ya citada,  de las expectativas racionales, son ambiguos y engañosos, ya que no dicen nada respecto al individuo y a la utilidad particular y concreta.

Frente a ciertos efectos positivos que la Teoría General de Keynes, históricamente, produjo sobre la riqueza económica, hay que afirmar, así mismo, la creación y extensión generalizada -transmitida por el keynesianismo de la posguerra- de un prejuicio psicológico de pensar que las variables económicas son totalmente controlables; que la política económica tiene un marcado tinte automático que permite establecer un recetario fijo de actuaciones según las condiciones que se presentan; que se puede utilizar el variado instrumental macroeconómico especializado para conducir la economía como quien pilota un sofisticado reactor ultramoderno y  que ésta reacciona con patrones informáticos programados navegando entre las variables condiciones meteoro­lógicas y geográficas. Es por todo ello por lo que debemos matizar mucho en economía las predicciones fáciles y unilaterales y poner en tela de juicio las extendidas extrapolaciones deterministas. Muchos pensamos que el gobierno no puede mejorar el funcionamiento del mecanismo multisecular y equilibrador del mercado, lo cual no implica la eliminación de su intervención, sino limitarla a la creación y defensa del marco previsible, ético y estable para el sector privado.

[1] Buchanan, James M., The Economics and the Ethics of Constitutional Order, Cap. 3: “The Economy as a Constitutional Order” (The University of Michigan Press, 1991), pp. 29 a 41)
[2] Hicks, Valor y capital (México: Fondo de Cultura Económica., 1974), pp. 23
[3] Pérez de Ayala, José Luis, La economía financiera pública. (Un enfoque institucional sobre la economía política de la Hacienda Pública) (Madrid:Edersa, 1988), Cap. VIII

CRISIS ECONÓMICAS Y FINANCIERAS.  CAUSAS PROFUNDAS Y SOLUCIONES

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