El Estado reivindica que la legitimidad de las vastas incursiones que emprende contra las libertades y haciendas de sus súbditos estriba en su carácter democrático. Pero en realidad, la democracia actual no es un idílico gobierno del pueblo sino una lucha cruda por el poder protagonizada fundamentalmente por los políticos, una lucha en la que parece convenirles la demagogia, el engaño, las medidas verdades y las promesas irrealizables. De lado de los votantes, el peso de cada uno en el resultado final es tan pequeño que para ellos lo racional es despreocuparse, descansar en ideologías y abstenerse de cualquier tipo de contacto desinteresado con la política. El mercado de la política, estudiado por otra nueva y fértil rama de las ciencias económicas, la “elección pública”, tiene también fallos, y muy considerables. Los votantes, por ejemplo, no podemos discriminar entre las decisiones de nuestros gobernantes, que nos parecen acertadas y las otras. Votamos y estamos encadenados a nuestro voto hasta las próximas elecciones. En el mercado económico solemos discriminar, y no nos vemos forzados a adquirir lo que no deseamos.

 La posibilidad de expansión del Estado deriva de que ha trasladado a campos económicos un criterio fundamental de su funcionamiento político, el de la mayoría. Hoy no solo se decide por mayoría quien va a gobernar sino también cuántos impuestos nos va a cobrar. Esto abre muchas posibilidades de crecimiento y abuso del poder, de modo que los políticos jueguen con los ganadores y los perdedores a que dicho sistema inevitablemente da lugar, destacando a los primeros y ocultando a los segundo.

Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, Madrid,  Grupo Santillana de Ediciones, S.A. 2000, pp. 78-79

JUSTICIA Y ECONOMÍA.

Capítulo  VII 

Limitaciones a los gobiernos y a los Estados desde la Ley Natural

Apartado 4 

Libertad desde la ley natural versus coacción estatal. Impuestos.

Nada hay, por lo tanto, más ajeno a la verdad que esa convencional idea defendida por algunos historiadores según la cual el Estado representa el apogeo de la evolución cultural. Muy al contrario, en muchas ocasiones ha significado su punto final. A este respecto, conviene destacar que sin duda los historiadores de las primeras etapas de la humanidad debieron quedar impresionados por los numerosos monumentos y restos legados por quienes en su día ostentaron el poder político, sin que advirtieran que los verdaderos impulsores del orden extenso fueron quienes de hecho propiciaron la capacidad económica que permitió la erección de tales monumentos. Por razones obvias, el ciudadano común sólo pudo legar a la posteridad testimonios mucho más modestos y menos tangibles de su crucial aportación.[1]

Dicho todo lo anterior, si bien Hayek no ponía en tela de juicio el modelo democrático –téngase en cuenta que su teoría de la sincronía espontánea con elección cotidiana de millones de personas es una forma de democracia-,  sí que se daba cuenta de sus carencias y de sus desviaciones en el ámbito político  por lo que reflexionó sobre sus mejoras o sus límites y trató de dar pautas para su perfeccionamiento. No fue el único, aunque quizás nadie lo hizo con esa perspectiva humanista tan cercana a los autores de la Escuela de Salamanca. Así, las últimas décadas del siglo XX fueron  pródigas en el análisis del sistema democrático por numerosos autores que utilizaron herramientas del análisis económico:

Los resultados que se obtienen, cuando los sistemas democráticos son analizados con las herramientas de la teoría económica, pueden parecer sorprendentes, por lo menos a primera vista. Es posible que la democracia, sin maquillajes ni afeites, ofrezca una imagen menos bella y atractiva que la que le atribuyen los románticos (¿o los demagogos?). El espejismo puede afectar fácilmente a quienes la conozcan poco y a quienes no hayan vivido de cerca las pesadillas de las dictaduras. El sistema democrático no puede presumir de aquello de lo que carece. Sobre el papel, no es el más eficiente ni el más barato, ni tampoco es inmune a las mixtificaciones o a la manipulación. Es, sencillamente, “el peor de los sistemas políticos si excluimos a todos los demás”.[2]

En este sentido, varias líneas de análisis se fueron abriendo paso en el estudio del sistema democrático desde el ámbito económico. El redescubrimiento de la nueva economía llevó a varias líneas de desarrollo entre las que cabe citar:  la nueva interpretación de la historia del capitalismo, el nuevo análisis de los derechos de propiedad, la nueva insistencia en el mercado como proceso, la economía de la política (la elección pública)[3], el análisis crítico de las regulaciones gubernamentales, la visión escéptica de los bienes públicos, la naturaleza y los efectos de las externalidades[4], la del control monetario de las fluctuaciones, la economía de la autoinversión en capital humano y el Estado limitado y el Estado mínimo.[5].

A la luz de todas las  consideraciones anteriores que se han hecho en este capítulo y que nos hablan de esa conveniencia –también desde el punto de vista estrictamente económico- de limitar de una u otra forma los excesos de la actuación estatal y  sin perder el hilo argumental, sino más bien como aplicación concreta e importante del mismo, nos enfrentamos a la tarea de criticar, en el mejor sentido constructivo del término, el papel del Estado en la economía en tanto que puede colaborar o entorpecer el despliegue dinámico enriquecedor de la interacción humana en el ámbito económico.

Y, siempre, a lo largo de la historia –aunque más claramente desde el siglo XX,  cuando los instrumentos de control actualizado de la Contabilidad Nacional y, por lo tanto, de los presupuesto de gastos e ingresos del Estado se fueron perfeccionando- la piedra de toque de la intervención estatal en la economía ha sido la presión fiscal que los ciudadanos en base a unas u otras justificaciones tenían que soportar. Aunque ha habido otras formas incluso más sibilinas de financiar[6] los abultados gastos estatales[7], los impuestos han sido la constante necesidad y obsesión en ocasiones de los gobernantes para poder financiar y llevar a cabo sus proyectos desde la órbita pública. Así, nos cuenta de nuevo Pigafetta, en tanto que narrador de lo acontecido en aquella primera vuelta al mundo:

El rey le dio la bienvenida, pero (le advertía) que su costumbre era la de hacer pagar un impuesto a todas las naves que entraban en su puerto; hacía sólo cuatro días que había hecho lo mismo con un junco procedente de Ciama (Siam) cargado de oro y de esclavos; y le señaló con gestos a un mercader de Ciama que se había quedado allí para comerciar con oro y esclavos[8].

Esa tendencia ancestral a la recaudación de impuestos se tornó aún más sofisticada en el siglo XX que vivió Hayek. También en los países de la llamada órbita occidental de economía mixta. En ellos se produjo un  incremento desproporcionado que parecía irrefrenable, de los presupuestos generales de ingresos y gastos del Estado en la práctica totalidad de los países. Hayek no podía dejar de manifestarse, y lo hizo ampliamente criticando muchos aspectos pero haciendo sobre todo hincapié –junto con aquellas teorías keynesianas del teórico efecto incentivador del gasto público y del déficit en las cuentas públicas- en aquel desbocarse de la mal llamada justicia social distributiva que se concretaba en aquellas dos palabras ambiguas que fueron acogidas con gran éxito en la opinión y que acababan justificando cualquier tipo de intervención estatal[9]: el Estado[10] del Bienestar. La posición de Hayek –en sintonía, como veremos rápidamente, con las apreciaciones de Santo Tomás retomadas por la Escuela de Salamanca- era proporcionada y técnicamente impecable. La podemos resumir en los dos  siguientes párrafos:

La teoría de la Hacienda Pública, en sus intentos de establecer una racionalización de la mecánica tributaria, toma en cuenta todo un conjunto de circunstancias excepto aquélla que, en una democracia, parece debiera ser la más fundamental: que el proceso conduzca a una limitación racional del volumen gastado[11]. Se olvida así lo que debería tenerse muy en cuenta: que es necesario que el proceso recaudatorio actúe en todo momento como freno del gasto total.[12]

A lo anterior añadía aquel conocimiento profundo de los incentivos humanos contra los que difícilmente se puede legislar porque los efectos concatenados consecuencia de errores en lo decretado acaban produciendo efectos perversos y no queridos. Así nos dice:

Es imposible esperar otro resultado de un sistema que establece previamente cuáles son las «necesidades» y pone la responsabilidad de la posterior distribución del correspondiente esfuerzo fiscal en manos de gentes en cuyas mentes prepondera la idea de que serán otros quienes los soporten[13].

 Entiendo que para Hayek, la grandeza de un Estado está en saber estimular a sus ciudadanos hacia la consecución, por ellos mismos, de mayores índices de humanidad en el aprovechamiento de sus recursos materiales y no en el obsesivo control y crecimiento cuantitativo -de puertas adentro- de sus propiedades, privilegios y poderes. Su razón de ser es el servicio a los fines de los ciudadanos y  por lo tanto no se debe confundir -como ocurre habitualmente desde distintos ámbitos de los tópicos socialistas tantas veces demostrados equivocados- incremento de magnitud estatal con eficacia y con incremento de bienestar social. Su potestad es una potestad delegada y el protagonismo debe corresponder a la vitalidad y libertad de los ciudadanos de a pie. La finalidad y dignidad hayekiana de la acción estatal no está en un incremento cuantitativo de su propio poderío económico representado por la parte del PIB que controla, o por los abultados presupuestos, o por el creciente número de funcionarios, sino que radica fundamentalmente en saber potenciar y canalizar -nunca suplantar- con sus acciones las actuaciones libres y responsables de los agentes económicos de todo el sistema social. Para Hayek los procesos innovadores de creación jurídica son inseparables de los análisis econó­micos. La historia  del crecimiento económico tiene mucho que ver con la historia del derecho, en tanto en cuanto tecnología en la organización de las relaciones humanas, económicas y so­ciales. Y en todo ese ámbito la ley natural está siempre presente.

Bien se puede decir entonces que el interés privado y el interés público no son contrapuestos sino que  van siempre  unidos e interconexionados. En la realidad socioeconómica el interés público pasa por el interés priva­do y el interés privado sólo se alcanza plenamente si se orienta al interés general que no es otro que  el bien común clásico que en este trabajo se nos presenta como un continuo ritornello. La función específica del poder público consiste en crear las condiciones generales de la viabilidad social y económica mientras que los ciudadanos y los grupos privados son los responsables de crear las condiciones particulares de viabilidad socio-económica. Confundir estas ideas básicas lleva al Estado a intervenir en áreas que son campo de acción propio de la iniciativa privada descuidando las más especificas suyas. Las instituciones privadas, por su parte, tienden a su vez a desvirtuar sus funciones cuando buscan objetivos específicamente políticos. En Hayek también se puede destacar la impor­tancia de la función legislativa inteligente y proporcionada en la actividad estatal que se debe  encaminar a crear el marco jurídico necesario para que el sistema pluralista de libertad, propiedad privada y economía de libre mercado funcione. El sistema de libertad económica no aparece necesariamente dejando que las cosas sigan su curso sino sólo haciendo un esfuerzo consciente y, por tanto, libre, para crear el ambiente verdaderamente artificial, humano  y necesario para que funcione adecuadamente. Era plenamente consciente –y quizás por eso acabó derivando hacia el ámbito del Derecho- que  Economía y Derecho están altamente interrelacionados y que el buen funcionamiento de los mercados quizás es una cuestión más jurídica y ética que estrictamente económica.

Ese sentido hayekiano de la proporción y el equilibrio en la imposición tratando de evitar aquel peligro del endiosamiento malo de los gobernantes a los que se necesita poner límites a sus actuaciones está presente en nuestros juristas y moralistas de hace cuatro siglos y está fundamentado –actualizándolos a su tiempo- en los criterios de Tomás de Aquino a este respecto. En ellos el servicio al bien común ocupa un lugar central. Un resumen magistral de estos criterios se encuentran en el discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de José Luis Pérez de Ayala:

Siguiendo al más minucioso comentarista (R. Pomini)[14] de la teoría de  Santo Tomás, en el punto que nos ocupa, el Impuesto se justifica por su fin (causa final en cuanto debe establecerse  para común utilidad de los ciudadanos, o sea  para  hacer  frente a aquellas actividades públicas (a aquellos gastos públicos) que sirven y se ordenan al bien común. La ley y el impuesto, deben establecerse para común utilidad de los ciudadanos, no para fomentar el interés privilegiado de unos pocos. Advirtiéndose por Santo Tomás,[15] al  respecto, que si “los príncipes exigen de los súbditos lo que según justicia (se refiere a la justicia legal) se les debe para conservar el bien común, aunque empleen la violencia no es rapiña. Pero si los príncipes toman injustamente  algo por la violencia, es rapiña, lo mismo que el latrocinio”. Y se ha recordado, así, (Schmölders) que no sólo en este pasaje de la Summa Teológica, sino en otro escrito ( la carta De regimine Judeorum  a la Duquesa de Brabante) insiste en  que el Impuesto, como institución justa, y por tanto jurídica, sólo se fundamenta por su causa final, en la medida en que su percepción y ulterior empleo estén, cualitativa y cuantitativamente ceñidos a lo necesario y exigido por el Bien común ( y no lo están cuando se exige y destina, lo recaudado, para hacer frente a gastos excesivos motivados por la pasión del gobernante)

Permítasenos en este punto volver sobre el siguiente párrafo de Montesquieu «Del espíritu de las leyes». Dice así literalmente:

 “Lo que no se puede hacer es quitar al pueblo lo que tiene para atender las necesidades hipotéticas del Estado. Las necesidades hipotéticas son las que exigen las pasiones y las debilidades de los que gobiernan: la ilusión de un proyecto extraordinario, la pasión enfermiza de una vanagloria y una cierta impotencia del alma contra las fantasías…”.

 Y concluye con la siguiente frase:

“Las rentas del  Estado no deben medirse por lo que el pueblo pueda dar sino por lo que deba dar…”.

 No puede evitarse la asociación –más aún la evidente coincidencia- de estas frases de Montesquieu con la idea de la causa final del Impuesto en Santo Tomás de Aquino. Uno, y otro, se están refiriendo a la misma cosa, la justificación, y también la limitación que encuentran los impuestos,  por su fin, y sólo en la medida en que son necesarios para  financiar actividades públicas relacionadas con el bien de la sociedad con la general utilidad de los ciudadanos, y no cualesquiera clase, diríamos hoy, de gastos públicos.

 (…)    Pero la coincidencia de pensamiento de ambos autores no acaba aquí, puesto que también afecta a las que, en la doctrina tomista, se  llaman “causa formal” y causa material de la Imposición.

 Santo Tomás se refiere a la medida del Impuesto, como un aspecto de  justicia distributiva. De ahí que las cargas (tributarias)  exigidas por el bien común deben, por razón de la forma (o causa formal), exigirse a los súbditos con igualdad y proporcionalidad: de modo que cada súbdito sea llamado a participar en los gastos públicos según su capacidad. Aquí reside, pues, la forma justa, o causa formal, del impuesto justo,  según el Aquinate, (ampliadas, luego, por F. Suárez).[16]

[1]  Hayek, La Fatal arrogancia. Los errores del socialismo, T.O. (The Fatal Conceit: The Errors of Socialism). Obras completas, vol. I, Madrid, Unión Editorial, S.A.,  1.990, p. 227

[2]  Corona Ramón, Juan Francisco y Menduiña Sagrado, Antonio, Una introducción a la teoría de la decisión pública (“public choice”).  Colección: Monografías, 1987. p. 8.
[3]  El Estado reivindica que la legitimidad de las vastas incursiones que emprende contra las libertades y haciendas de sus súbditos estriba en su carácter democrático. Pero en realidad, la democracia actual no es un idílico gobierno del pueblo sino una lucha cruda por el poder protagonizada fundamentalmente por los políticos, una lucha en la que parece convenirles la demagogia, el engaño, las medidas verdades y las promesas irrealizables. De lado de los votantes, el peso de cada uno en el resultado final es tan pequeño que para ellos lo racional es despreocuparse, descansar en ideologías y abstenerse de cualquier tipo de contacto desinteresado con la política. El mercado de la política, estudiado por otra nueva y fértil rama de las ciencias económicas, la “elección pública”, tiene también fallos, y muy considerables. Los votantes, por ejemplo, no podemos discriminar entre las decisiones de nuestros gobernantes, que nos parecen acertadas y las otras. Votamos y estamos encadenados a nuestro voto hasta las próximas elecciones. En el mercado económico solemos discriminar, y no nos vemos forzados a adquirir lo que no deseamos.
 La posibilidad de expansión del Estado deriva de que ha trasladado a campos económicos un criterio fundamental de su funcionamiento político, el de la mayoría. Hoy no solo se decide por mayoría quien va a gobernar sino también cuántos impuestos nos va a cobrar. Esto abre muchas posibilidades de crecimiento y abuso del poder, de modo que los políticos jueguen con los ganadores y los perdedores a que dicho sistema inevitablemente da lugar, destacando a los primeros y ocultando a los segundo. Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, Madrid,  Grupo Santillana de Ediciones, S.A. 2000, pp. 78-79
[4]  Así por ejemplo: Las pensiones estatales no sólo se han convertido en perpetuas, sino que están inmersas en un proceso de auto-expansión que desincentiva la movilidad laboral, traiciona la confianza de los pensionistas (las pensiones no están garantizadas mediante seguros), genera una ulterior corrupción del gobierno representativo y se está convirtiendo en un lastre cada vez mayor y más pesado para la Hacienda nacional. Seldon, Capitalismo, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1994. p. 350.
 [5]   Coase,  R.H., La Empresa, el Mercado y la Ley, T.O. (The Firm, the Market and the Law),  Madrid, Alianza Editorial, 1994. p 28.
Sirva como uno de tantos y tantos ejemplos aquel análisis de Coase sobre las externalidades negativas de la actuación estatal: Debido a que una intervención estatal también tiene sus costes es posible que a la mayoría de las “externalidades” se les deba permitir existir si se quiere maximizar el valor de la producción. Esta conclusión se ve reforzada si suponemos que el gobierno no se corresponde con los ideales de Pigou, sino que, sencillamente es una autoridad pública corriente, sujeta a presiones y corrupta. El que haya presunción, cuando encontramos un “externalidad” (dañina) de que sea deseable una intervención gubernamental, depende de las condiciones de costes en la economía en cuestión. (…) La naturaleza ubicua de las “externalidades” sugiere que hay, “prima facie”, un caso en contra de la intervención; y los estudios sobre los efectos de la regulación que se han realizado en los últimos años en los Estados Unidos, desde la agricultura a zonificación, y que indican que generalmente las regulaciones han empeorado la situación, tienden a fortalecer esa opinión.
[6]  La ventaja principal de tal abolición sería, sin embargo, garantizar la debida disciplina en la creación de medios de pago por parte del gobierno, habida cuenta que la valuta oficial podría en cualquier momento ser desplazada del mercado por cualquier otra que en mayor medida mereciera la confianza del público. En tal supuesto, el ciudadano no tendría por qué necesariamente abandonar en sus transacciones la moneda normalmente empleada, pero en ella, al fin, podría poner su confianza. Veríase el gobierno privado, por tal vía, de uno de los instrumentos que en mayor medida le permiten intervenir el proceso económico y conculcar la libertad individual, a la vez que desaparecería una de las causas que fundamentalmente ha determinado la constante expansión del sector público. Friedrich A. Hayek. Derecho, Legislación y Libertad. El orden político de una sociedad libre, V. III, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1982,  p. 110.
[7]   Nos referimos al exclusivo privilegio de la emisión de moneda y al de la prestación de los servicios postales. Ninguno de ellos fue establecido al objeto de asegurar un mejor servicio al ciudadano, sino únicamente con la intención de incrementar en lo posible el poder gubernamental. Friedrich A. Hayek, Ibid., p. 109.
[8]   Pigafetta, Antonio, El Primer Viaje Alrededor del Mundo (Relato de la expedición de Magallanes y Elcano), T.O. (Il primo viaggio interno al mondo), edición de Isabel de Riquer, Barcelona, Ediciones B, S.A., 1999,  p. 136.
[9]   El Welfare State crea sus propios clientes, pero también sus propios escollos. Las finanzas públicas entran en desequilibrio, porque sus capítulos tienden a crecer sin freno; los ciudadanos, lógicamente, consumirán exageradamente todo lo que tenga, gracias a la intervención política, un coste inferior al precio de mercado, tanto da que sea sanidad o agua de riego. Como el sector público suele ser menos productivo que el privado, su crecimiento requiere más y más recursos. Si cabe decir que el Estado aumenta la inversión de la sociedad en capital humano (por la educación), al mismo tiempo los altos tipos marginales de la imposición necesarios para financiarlos reducen el retorno de esa inversión, y lo mismo sucede con la inversión llamada real o física. Carlos Rodríguez Braun, Estado contra mercado, Madrid,  Grupo Santillana de Ediciones, S.A. 2000, p. 86
[10]   No era ajena a nuestros autores de hace cuatro siglos la preocupación por las necesidades de los más necesitados y de los trabajadores, pero captaron muy bien los incentivos y la dinámica de la conducta humana así como  los efectos perversos de determinadas actuaciones: El bienestar de los trabajadores y de los consumidores fue una preocupación permanente de los autores que estamos siguiendo. Sus condenas a los monopolios, los fraudes, la coerción y los impuestos altos estaban todas dirigidas a proteger y beneficiar a los trabajadores. Sin embargo, nunca propusieron que se estableciera un salario mínimo, convencidos de que un salario por encima del de estimación común produciría injusticias y desempleo. En cualquier caso los escolásticos salmantinos, empezando por Domingo de Soto, nunca consideraron a los salarios como materia de justicia distributiva, sino conmutativa. Por esto pensaban que no corresponde a la autoridad determinar cuáles deben ser los ingresos de los trabajadores. Rafael Termes Carreró,  Humanismo y ética para el mercado europeo”,en  Europa, ¿mercado o comunidad? De la Escuela de Salamanca a la Europa del futuro. Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca, 1999, p. 34
[11]   Friedrich A. Hayek. Derecho, Legislación y Libertad. El orden político de una sociedad libre, V.III, Madrid, Unión Editorial, S.A., 1982,  p.  101.
[12]  Friedrich A. Hayek, Ibid., p.101.
[13]  Friedrich A. Hayek, Ibid., p. 103.
[14]   R, Pomini, “La causa Impositions” nello svolgimento stórico della doctrina financiaría”. Milán, Giuffré, 1951.
[15]     Santo Tomás de Aquino, Summa Teológica, V. III, IIª, IIªª, 9, 66, Art. 8.
Schomölders, Teoría general del Impuesto, Madrid, 1962.
[16]   Pérez de Ayala, Montesquieu  y el derecho  tributario moderno, Editorial Dykindon, S.L. Madrid, pp. 17-19.

11.- La verdadera trascendencia

         Es esencial, por eso, tener una idea verdadera de la trascendencia espiritual.

El Diccionario de la Academia no es especialmente avispado al definir el sustantivo trascendencia. La primera acepción, es “penetración, perspicacia”, algo no muy en el uso corriente del idioma. La segunda es “resultado, consecuencia de índole grave o muy importante”, que ciertamente se usa en ese sentido. La tercera (señalando que es una acepción filosófica): “Aquello que está más allá de los límites naturales y desligado de ellos”.

El Diccionario de Maria Moliner, como de costumbre, es más perspicaz, aunque la primera acepción (“despedir una cosa olor penetrante”) tampoco sea muy usual. Sí en cambio la segunda, difundirse, como en la frase “procuraron que no trascendiera la noticia”.  La tercera es “extenderse o comunicarse a otras cosas o a un ámbito más amplio las consecuencias o los efectos de un hecho o circunstancia.  Añade que “en la filosofía de Kant, traspasar los límites de la experiencia sensible”.

Tanto el diccionario de la RAE como el de María Moliner omiten cualquier acepción espiritual, aunque en el segundo está implícita en la frase que pone como ejemplo de “extenderse”: “Su sentimiento religioso trasciende a todos los actos de su vida”.

Un análisis etimológico da, en cambio, pistas interesantes. El verbo latino transcendere, del que deriva nuestra trascender (que también puede escribirse transcender), es un compuesto del verbo scando, que significa subir y de la preposición trans, uno de cuyos significados es “a través de”. Transcendere, en latín, pude traducirse por atravesar o, más exactamente, subir atravesando”. Transcendere Alpes, es atravesar los Alpes, subiendo,  naturalmente.

La trascendencia espiritual o religiosa no es, por tanto, algo paralelo (y quizá algo extraño) a lo secular. No es una huida del mundo. Es, por el contrario, subir a otro nivel (el espiritual), pero atravesando todo lo natural. Así se entiende, quizá mejor, la expresión secularidad trascendente.

No se piense que esto es una invención reciente. En el pasado, algunos espíritus lúcidos, expertos en humanidad, ya se dieron cuenta de esto. De hecho, en Shakespeare –una vez más él- se puede leer algo equivalente. Y en una de sus obras más conocidas, Hamlet. La Reina está tratando de que Hamlet acepte la muerte del padre. “Sabes que es natural que muera lo que vive; que atravesamos la vida hacia la eternidad (passing through nature to eternity” )[63]Passing through es atravesar, transcendere, trascender.

Las acusaciones de que el cristianismo llevaría a una renuncia a la vida, a una especie de destierro no tienen base ni en los Evangelios ni en la historia de la Iglesia. El testimonio de la Epistola a Diogneto, en el siglo II, es definitivo. Es una bella descripción de la principal paradoja cristiana: ser de este mundo  y trascender este mundo: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos, engendran lujos, pero no exponen los que nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo”[64].

En la historia de la Iglesia no se ha dado nunca, desde el punto de vista institucional, la enseñanza de un apartamiento del mundo como condición de la fe. Más bien, en algunas épocas, como el Renacimiento, se dio, por parte de muchos, una mundanización viciosa. Y, antes, durante doce siglos, eran los cristianos en  Europa (con la excepción de España, donde compartían el protagonismo con los musulmanes) los que  hacían la historia, porque no había otra. El relativo aislamiento o enrrocamiento, como se vio anteriormente, se da sólo a partir de finales del siglo XIX.

La idea de que los cristianos “no son de este mundo”, a pesar de chocar con la realidad, puede haber estado alimentada por la retórica –por otra parte muy bella- de algunas oraciones católicas, como la Salve.

La oración fue compuesta probablemente en el siglo X, cuando la condición de los europeos no era especialmente feliz, pero su valor va más allá de ese siglo.  Vale la pena comentarla, porque no puede carecer de valor lo que ha servido y sirve de consuelo a millones de personas.

Ad te clamamus, éxules filios Hevae. Ad te suspiramus, gementes et flentes, in hac lacrimarum valle,  a ti clamamos, los desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos, los que gimen y lloran en este valle de lágrimas”.  Sólo quien no ha llorado o no ha sufrido nunca podrá negar que este mundo sea, entre otras cosas, un valle de lágrimas. Como en muchos valles hay también amenidad, arroyos de aguas claras, frondosas sombras, y también tormentas, rayos, desgracias, muertes …

¿Por qué desterrados?  Puede parecer que una consideración de este tipo moviera al cristiano a huir de la Tierra a la que pertenece. El cristianismo tendría entonces la tentación de construir una especie de mundo paralelo, ilusorio, “opio del pueblo” (Marx) y tendrían razón los que, en contra de eso, se han aferrado a lo que aquí como único y trágico horizonte (Camus, Sartre) o como la verdadera patria: “Esta vida, ¡tu vida eterna!” (Nietzsche).

No es así. El hombre nace en la Tierra,  es de tierra. Tanto hombre como humano vienen de humus. Nadie podrá nunca suprimir esto. La Tierra es nuestra patria verdadera. Como lo es, porque en ella nació,  la de Cristo. Pero, siendo la verdadera patria, no es  la patria definitiva.

Los desterrados hijos de Eva hace referencia, no a un destierro de esta Tierra, sino de aquel Edén que estaba pensado como definitiva patria. Desterrados de aquella tierra que estaba pensada en la felicidad y en la inmortalidad. Ser un desterrado  del Edén no significa dejar de vivir. Millones de personas, a lo largo de la historia del mundo, han tenido que vivir en un suelo distinto de aquel en el que han nacido. La vida sigue, porque la vida sigue siempre. Pero Pablo de Tarso ya recordaba que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura”[65]. Porque el destierro no es  lo permanente –y cada momento salen de esta vida muchos miles de personas-,  hay que buscar lo definitivo. Escribió Pindaro: “Efímeros somos, ¿qué es uno? ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre. Mas cuando llega, otorgado por Zeus el esplendor, por encima se sitúa de los hombres”[66] . El cristianismo añade a eso que el hombre está destinado a la eternidad.

[63] Acto I, escena II, en W. Shakespeare, Hamlet, edición bilingüe,  Cátedra, Madrid, 1992, pp. 122-123.
[64] Texto y comentario de Johannes Quasten en www.holytrinitymission.org
[65] Hebreos, 13, 14.
[66] Píndaro, Pítica, VIII, 95-100.

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

Historia de un equívoco

                                                                 Rafael Gómez Pérez

5.- El mito del mundo moderno

Aunque más preparados que muchos para entender, porque eran sus valores, la libertad, la igualdad y la fraternidad, no pocos cristianos rechazaron lo positivo de la revolución y se atrincheraron en la nostalgia de un mundo pasado que tampoco había sido realmente el suyo.
Nació así el mito de que el mundo moderno era o tenía que llegar a ser, postcristiano, ya que los cristianos no eran del mundo moderno.
Desde Juan XXIII hasta hoy mismo no son raras las menciones, en palabras de eclesiásticos, al mundo moderno, ahora ya con simpatía y no con la oposición más  menos generalizada que se vivió durante el XIX y la primera mitad del XX. Pero lo de mundo moderno es una expresión que, bien analizada, no tiene  demasiado sentido.
Moderno viene de una antigua y venerable palabra latina que significa simplemente reciente. Y como lo reciente, cuando pasa el tiempo, deja de serlo, todo lo moderno se convierte, tarde o temprano, en antiguo. Si moderno se entiende en el sentido de actual, ya es más comprensible, pero entonces hay que decir que el mundo ha sido siempre moderno, en cada etapa o época, mientras fue actual.
Moderno tiene mucho que ver con moda y moda con  modo. Lo moderno es un modo reciente. La moda tiene que inventarse, con meses de anticipación (para poder venderlo a tiempo) “lo que se va a llevar este otoño” (o verano o invierno o primavera). Se trata de hacer algo distinto a lo inmediatamente anterior, pero no a todo lo anterior, porque, de otro modo, no se oirían expresiones del tipo de “vuelve la manga larga” o cualquier otra equivalente.
Si a moderno se quiere dar, en cambio, el sentido de “lo más avanzado, progresista, rompedor”, lo moderno era, en los siglos V y VI, la irrupción de los bárbaros. Lo antiguo era el decadente romano. Moderno era San Agustín que en las Confesiones (397-400) inventa la autobiografía y no será igualado, que no superado, hasta el siglo XVIII, con Rousseau. Moderna era la Córdoba califal, con una cultura no inferior a cualquiera entonces en el mundo. Modernas fueron las Cruzadas, que estaban de moda entre lo mejor de la realeza y la nobleza de los siglos XI y XII. Moderna fue la Inquisición, un nuevo modo de acabar con la disidencia. Moderno fue Tomás de Aquino que leía y utilizaba indistintamente a paganos como Platón y Aristóteles, a judíos como Maimónides y a musulmanes como Averroes. Moderno fue Lutero… y así se podría seguir.
En cuanto a los objetos e inventos,  moderna fue la guillotina, en la que murieron, sólo en los años de la Revolución, 20.000 personas; y, por no alargar, era moderna, modernísima la bomba atómica que cayó el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima, produciendo de inmediato 120.000 “modernísimas” muertes.
Lo moderno es siempre relativo; y para juzgarlo hay que ver su contenido en valores. Durante los tiempos del Concilio Vaticano II, estaba muy de moda que los eclesiásticos hablaran del “diálogo con el mundo moderno”, para,  que, de ese modo, tuviera lugar el aggiornamento, el ponerse al día, de la Iglesia católica. Si por diálogo se entiende hablar, escuchar, enterarse de lo que pasa nunca está de más y hay que dialogar, si fuera posible, hasta con Satanás. Pero si ponerse al día significa aceptar determinados fenómenos del mundo así llamado moderno eso sería llanamente una muestra de ignorancia y de insensatez.
Un fenómeno del actual mundo moderno: en Occidente, la legalización y hasta el fomento de las prácticas abortivas, influyendo –porque las leyes tienen un efecto educativo– en la aceptación social del aborto. Aggionarsi con eso significaría que la Iglesia aprobaría una conducta que está en contra de lo nuclear de su mensaje; sería un afrenta incurable al Evangelio. Y por lo demás, el aborto provocado ya no es moderno, porque tiene una cierta tradición[32].
[32] El concepto de tradición también es instrumental. En sí mismo es casi un fenómeno natural en las sociedades. Siempre hay  y habrá tradiciones. Todo depende de su contenido. La Mafia tiene ya una tradición de más de un siglo. La esclavitud fue una tradición en muchos países durante siglos.

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

Historia de un equívoco

                                                                 Rafael Gómez Pérez