Primera parte.  El universo de la lectura – 1. Por qué leer

Primera parte.  El universo de la lectura  1. Por qué leer          Leer, igual que hablar, es  una necesidad. Aprender a leer y escribir es aprender a expresarse a través de un medio especialmente eficaz, base de todos los demás. Lengua hablada y lengua escrita están íntimamente unidas.          La anterior y  elemental consideración sólo… Seguir leyendo Primera parte.  El universo de la lectura – 1. Por qué leer

Segunda parte.

Una selección para poder elegir

         Nadie puede poner como excusa para no leer el que no haya los suficientes libros de calidad, de gran calidad casi siempre. En esto, la producción mundial, cribada por el paso del tiempo, sigue siendo muy abundante. En las páginas que siguen se dan unas cuantas orientaciones sobre poesía, teatro, novela y ensayo, para que, quien desee ponerse a leer, tenga mucho donde escoger.

         No está nada de lo último ni mucho menos lo ultimísimo. No hay ningún best seller. Las selecciones que merecen cierta confianza son las que se detienen en libros publicados al menos hace medio siglo.

1. Leer poesía

         En casi todas las tradiciones culturales la literatura empieza con la poesía, en parte porque la primitiva literatura es oral antes que escrita y la literatura oral, cuando es poesía, tiene en sí misma, en el ritmo, en la cadencia, en la rima, elementos para ayudar a la retención, a aprenderla de memoria.

         Que la poesía y la rima no son  cosa de otros tiempos lo demuestra una comprobación de ahora mismo: el tipo de música (y de letra) más difundido hoy por todo el mundo, entre la gente joven, y que tuvo su origen en los Estados  Unidos –según dicen por influencia jamaicana- es el rap. Hay quien afirma que rap  es un acrónimo por “rhythm and poetry”, ritmo y poesía; otros hacen derivan la palabra nada menos que de “rapsod”, el rapsoda o cantor de la antigüedad: Homero lo era. Pues el rap se somete voluntariamente a la tiranía de la rima, buscando no dos iguales, sino tres, cuatro o más. Por cierto que, como casi todo en la vida, no es ninguna novedad esta monorrimia. Un gran poeta medieval español, Gonzalo de Berceo, compuso sus obras en lo que se llama “la quaderna vía” que son cuartetos monorrimos. Como aquel famoso:                  

         Quiero fer una prosa en román paladino,

         en la  qual suele el pueblo fablar a su vecino.

         ca non so tan letrado por fer otro latino,

         bien valdrá, como creo,  un vaso de bon vino.

         Siempre ha habido poesía, a través de canciones, en el teatro o directamente escrita.

         El hecho de que, en la poesía, el contenido, lo que se dice, se sujete a categorías preestablecidas (como ocurre en la Divina Comedia, de Dante,  que son tercetos o en todos los autores de sonetos: dos cuartetos y dos tercetos endecasílabos) hace que se establezca una tensión entre esa forma y el fondo. Cuando se da la perfecta resolución de esa tensión se alcanza la poesía más bella y profunda a la vez.

         Es cierto que hay poesía sin esas “coacciones”, versos libres, poesía en prosa, poesía sin estrofas, pero en estos casos es más difícil alcanzar la perfección, precisamente porque existen menos ataduras. La perfección se da cuando se alcanza la mayor libertad y belleza de expresión en medio de la esclavitud.

         Ejemplos de esa perfección, en la poesía española, son dos famosos sonetos, uno de Lope de Vega y otro de Quevedo.

         El primero dice así:        

         ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

         ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

         si a mis puertas cubierto de rocío

         pasas las noches del invierno oscuras?

         ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras

         pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

         si de mi ingratitud el hielo frío

         secó las llagas de tus plantas puras!

         ¡Cuántas veces el Ángel me decía:

         “Alma, asómate agora a la ventana

         verás con cuanto amor llamar porfía!”

         ¡Y cuántas, hermosura soberana,

         mañana le abriremos respondía

         para lo mismo responder mañana!

         En poesía, más que en prosa, no puede haber nada superfluo, nada que se ponga como simple relleno, porque de ese modo se pierde la verosimilitud. En ese gran soneto de Lope lo único que sobra es, en el verso duodécimo, “hermosura soberana”, pero es un nimio lunar al lado de lo espléndido de los dos últimos versos, que cierran de modo perfecto el poema.

         No tiene ni un pequeño fallo el famoso soneto de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte”.

         Cerrar podrá mis ojos la postrera

         sombra que me llevare el blanco día,

         y podrá desatar esta alma mía

         hora a su afán ansioso lisonjera;

         mas no, de esotra parte, en la ribera,

         dejará la memoria, en donde ardía:

         nadar sabe mi llama el agua fría,

         y perder el respeto a le severa.

         Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

         venas que humor a tanto fuego han dado,

         medulas que han gloriosamente ardido,

        

         su cuerpo dejará, no su cuidado;

         serán cenizas, mas tendrán sentido;

         polvo serán, más polvo enamorado.        

         El sentido general de este gran soneto es claro: podré morir pero el amor con el que he amado no. Para entenderlo en los detalles hay que tener en cuenta la mitología griega: cómo los muertos tenían que atravesar la laguna Estigia, en la barca de Caronte, para llegar a la otra ribera.

         “La postrera sombra” que cierra los ojos es la muerte. “Desata” la muerte el alma del cuerpo, pero cuando esté en la otra ribera no olvidará lo que amó y que amó, porque la llama, el fuego de ese amor, no teme ni al frío del agua ni a las leyes severas.

         Porque ese alma ha sido prisión de un dios, el del amor; de fuego de amor han ardido las venas y la médula; por eso, ese alma dejará el cuerpo, pero no el amor que se fraguó en aquel cuerpo; el cuerpo será ceniza y polvo, pero cenizas con sentido  y polvo enamorado.

         Hay poetas más claros que Quevedo  e igualmente profundos. El mejor es quizá San Juan de la Cruz, en su Cántico espiritual, que es un canto de bodas. Empieza con un llamamiento de la esposa porque no encuentra el esposo:

                            Pastores los que fuerdes

                            Allá por las majadas al otero,

                            Si por ventura vierdes

                            Aquel que yo más quiero,

                            Decidle que adolezco, peno y muero.

                            Buscando mis amores,

                            iré por esos montes y riberas,

                            ni cogeré las flores

                            ni temeré las fieras,

                            y pasaré los fuertes y fronteras.        

         Después vendrá el encuentro, el amor y el reposo. El Cántico  es un poema al que se puede volver una y otra vez y encontrar siempre algo nuevo.

         Oro poeta definitivo es Garcilaso de la Vega, autor de unas hermosas églogas llenas de motivos tan perennes como éste:

                   El desigual dolor no sufre modo.

                   No me podrán quitar el dolorido

                   sentir, si yo del todo

                   primero no me quitan el sentido.

         Hay grandes poetas en los siglos XVI y XVII, no así en el XVIII, donde abunda una poesía didáctica, racional y prosaica, que a pocos conmueve. También la mayor parte de la poesía romántica del XIX suena un poco a hueca y demasiado macabra, salvo algunas cosas de Bécquer, como esta que, bien leída, lleva a casi volar, a flotar, siguiendo el ritmo ascendente.

                            Cuando miro el azul horizonte

                             perderse a lo lejos,

                            
al través de una gasa de polvo

                            
dorado e inquieto,

                            me parece posible arrancarme

                            
del mísero suelo


                            y flotar con la niebla dorada

                            
en átomos leves 


                            cual ella deshecho.

         El siglo XX es, en España y en poesía, una nueva época de plenitud, como puede verse por la sucesión de poetas de amplia voz y de gran variedad:  Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Miguel Hernández por citar solo a los más grandes y hasta mediados del siglo XX,

         Hay tanto para elegir que cada persona podría hacerse una antología personal, con 365 poemas, uno para cada día del año. Porque la poesía hay que saborearla poco a poco, como los vinos de antigua solera. Poesía es descubrir algo insólito y bello en medio de la realidad en la que se vive. Poesía es aquello único y bello que hay en cualquier arte cuando es grande: en la pintura, en la escultura, en la danza, en la música, en cualquier forma de expresión.

         La poesía vacuna contra la rutina, contra el prosaísmo de tantos días, contra el vicio de reducir cualquier cosa a la ganancia que se obtiene con ella. Porque la poesía, desde el  punto de vista económico, no es rentable. Nadie vive de ser poeta. Hacer  poesía o gustar de la poesía son artes liberales en el sentido estricto, cosas que se hacen por el placer de hacerlas, no buscando nada más.

         Hay  mucha y muy buena poesía en todas las literaturas, pero, si no se sabe el idioma, hay que leer traducciones. En esto de la traducción hay de todo, pero en la mayor parte de los casos se pierde lo esencial.

         Sigue una lista de poetas de todos los tiempos, de los griegos a hoy, que es bueno conocer:  Homero, Píndaro, Teócrito, Anacreonte,  Calímaco, Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo,  Tibulo, Lucrecio Marcial Lucano, Juvenal,  Prudencio, Li Po,  François Villon, Petrarca, Dante, Ariosto, Tasso, Ronsard, Camoens, Donne, Shakespeare, Milton,  Dryden, Coleridge, Goethe,  Schiller, Novalis, Lamartine,  Mistral,  Klopstock, Pope, Blake, Heine,  Hoederlin, Musset, Browning, Carducci, Poe, Dickinson,  Hopkins, Wordsworth,  Keats, Shelley, Byron, Leopardi,  Pushkin, Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Pascoli, Elliot, Rilke, Apollinaire, Saint-John Perse, Ungaretti, Valéry, Montale,  D’Annunzio, Eluard, Frost, Dylan, Stefan George,  Walcott, etc.

POR QUÉ LEER

POR QUÉ LEER

Índice

Introducción

Primera parte. El universo de la lectura

  1. Por qué leer

  2. Quiénes leen

  3. Cuándo aprender a leer

  4. Dónde leer

  5. Cuándo leer

  6. Cómo leer

  7. Qué leer

  8. Lectura e imitación

  9. El comentario de texto

 

Segunda parte. Una selección para poder elegir 

  1. Leer poesía

  2. Leer teatro

  3. Leer novela en castellano

  4. Leer novela de otras literaturas

  5. Leer ensayos

  6. Libros de culto

  7. Los libros, el bien y el mal

 Conclusión

DESDE LA UNIVERSIDAD
Ensayos cortos, separatas y conferencias magistrales
POR QUÉ LEER
 Rafael Gómez Pérez
Every View – Ediciones

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

7.- Secularización y secularidad

7.- Secularización y secularidad La puesta en claro de la hondura y la belleza de la religión, y más en concreto  del cristianismo, choca con ese general apartamiento de la creencia que, después de más de  dos siglos de desarrollo, parece establecido en las sociedades occidentales, y que tuvo su inicio real y simbólico en… Seguir leyendo 7.- Secularización y secularidad

12.- El fin de un equívoco

Es difícil calcular cuánto durará aún el equivoco que opone religión a libertad, sobre todo cuando se sabe, como se sabe, que hay gente empeñada en perpetuarlo. Pero al menos es útil conocer la verdadera historia, las circunstancias que hicieron nacer el equívoco así como la obra de quienes nunca se prestaron a él y defendieron simultáneamente la hondura de la religión y el carácter casi sagrado de la libertad.
En los últimos dos siglos el mundo y, en particular Europa, ha sufrido mucho las consecuencias de pensamientos limitadores, unilaterales y, en el fondo, fanáticos. Un pensamiento dicotómico que solo es capaz de distinguir el blanco y el negro. Cuando se aspira a una mirada más abarcadora, más matizada, realidades que parecían contrarias se ven que son notas de una armonía superior. Todo lo que limita empobrece al hombre. En este sentido en toda su vigencia aquel viejo consejo de Horacio: sapere aude, atrévete a saber[67].
[67] “Dimidium facti, qui coepit, habet; sapere aude, incipe”; Epistola,  I, 2, 40; versión castellana en  Virgilio. Horacio, Obras completas, Aguilar, Madrid, 1952, p. 929: “El que empieza una cosa ya tiene hecha su mitad; atrévete a saber, empieza”.

Revolución, mundo moderno, cristianismo y libertad

Historia de un equívoco

                                                                 Rafael Gómez Pérez

8.- Constantes humanas

8.- Constantes humanas Cuando se  defiende aquí la secularidad se entiende implícitamente una religión que, primero, para ser coherente con sí misma, defiende, antes que nada, la libertad de la conciencia, entendida como la honradez de una búsqueda que puede abrazar la creencia o la increencia. De eso suele derivarse, en las sociedades actuales, un… Seguir leyendo 8.- Constantes humanas

11.- La verdadera trascendencia

11.- La verdadera trascendencia          Es esencial, por eso, tener una idea verdadera de la trascendencia espiritual. El Diccionario de la Academia no es especialmente avispado al definir el sustantivo trascendencia. La primera acepción, es “penetración, perspicacia”, algo no muy en el uso corriente del idioma. La segunda es “resultado, consecuencia de índole grave o… Seguir leyendo 11.- La verdadera trascendencia

4. Leer novela de otras literaturas – Por qué leer

4. Leer novela de otras literaturas          Hay relatos desde tiempos muy antiguos, en casi todas las culturas.          Del antiguo Egipto, unos 1.800 años antes de Cristo quedan varios relatos jeroglíficos: la Historia del náufrago, Historia de Sinhué e Historia de los dos hermanos. De la civilización asiria tenemos el poema Gilgamesh, también del… Seguir leyendo 4. Leer novela de otras literaturas – Por qué leer

10.- Iglesia, institución y carisma

         Esa oposición a una cultura empobrecida y, en la práctica, enemiga de Dios se parecería a la actividad de los profetas del Antiguo Testamento y, en el Nuevo, a la acción de Juan el Bautista. Además de preparar la aceptación de Cristo, Juan no guarda silencio ante la corrupción que le rodea. De hecho, según se narra en los Evangelios, la gota que quizá colmó el vaso de la cólera de Herodes fue aquello de “No te es lícito tenerla” (como esposa a Herodías, que era la mujer de Filipo, hermano de Herodes). “Y aunque quería matarle, tuvo miedo de la turba, pues le tenían como profeta”[61]. El profeta suele resultar incómodo, porque dice verdades que mucha gente no quiere oír.
Para poder actuar como un revulsivo, en la Iglesia debería, haber más respuestas proféticas a las situaciones históricas, aun manteniendo en toda su vigencia que la institución,  lo estable y permanente siendo un sacramento, es también carisma. El cardenal Ratzinger trató este tema en una conferencia del 27 de mayo de 1998 “Los movimientos eclesiales y su colocación teológica”  al inaugurar en Roma el  Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales, organizado por el Consejo Pontificio para los Laicos[62].
“¿Qué son, en efecto, los elementos institucionales implicados que orientan a la Iglesia en su vida como estructura estable? –se preguntaba Ratzinger-. Obviamente, el ministerio sacramental en sus diversos grados: episcopado, presbiterado, diaconado. El sacramento, que -significativamente- lleva consigo el nombre de Orden, es en definitiva la única estructura permanente y vinculante que, diríamos, da a la Iglesia su estructura estable originaria y la constituye como Institución (…).
Que el único elemento estructural permanente de la Iglesia sea un sacramento, significa, al mismo tiempo, que éste debe ser continuamente actualizado por Dios”.
Ese carisma institucional tiene como ámbito todo el mundo, la Iglesia es pues universal y aunque existan con toda legitimidad iglesias locales, también en lo local deber estar el aliento, por así decir, local.  Cuando esto no sea, surge un localismo que suele encerrarse en sí mismo, lo que le hace especialmente incapaz para lo que puede llamarse el carisma de la contestación (en el ámbito teológico se diría “denuncia profética”. En palabras de Ratzinger,  “las iglesias locales pueden haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina con hiriente crudeza Kierkegaard”.
Otro inconveniente para ese carisma es la existencia en la Iglesia, como apuntaba también Ratzinger, de “instituciones de derecho meramente humano, destinadas a múltiples formas de administración, organización, coordinación, que pueden y deben desarrollarse según las exigencias de los tiempos”. El entonces cardenal señalaba a continuación: “hay que decir a renglón seguido, que la Iglesia tiene, sí, necesidad de semejantes instituciones; pero, que si éstas se hacen demasiado numerosas y preponderantes, ponen en peligro la estructura y la vitalidad de su naturaleza espiritual. La Iglesia debe  continuamente verificar su propio conjunto institucional, para que no se revista de indebida importancia, no se endurezca en una armadura que sofoque aquella vida espiritual que le es propia y peculiar”.
Recordando que el ministerio sacerdotal es, en sí mismo, un carisma, el cardenal decía: “Allá donde el ministerio sacro haya sido vivido así, pneumáticamente y carismáticamente, no se da ninguna rigidez institucional: subsiste, en cambio, un apertura interior al carisma, una especie de olfato para el Espíritu Santo y su actuar. En líneas generales, la Iglesia deberá mantener las instituciones administrativas lo más reducidas posible. Lejos de sobreinstitucionalizarse, deberá permanecer siempre abierta a las imprevistas, improgramables llamadas del Señor”.
Si al complejo ante el “mundo moderno” se uniese un cierto enquistarse en las instituciones administrativas o un repliegue hacia lo local, los cristianos no estarían en un ámbito que les animase a “comerse el mundo”, aun a riesgo de equivocarse. Ese mirar de tú a tú a cualquiera, porque nadie es más que nadie, tendría que hacerse desde esa secularidad trascendente de la que se habló en otro apartado de este ensayo.
[61] Mateo, 14, 5.

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                                                                 Rafael Gómez Pérez